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Guias e Dicas
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Barth Karl - Introduccion A La Teologia Evangelica, Notas de estudo de Teologia

teologia pautada na prática

Tipologia: Notas de estudo

2017

Compartilhado em 23/11/2017

mauricio-eduardo-7
mauricio-eduardo-7 🇧🇷

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Baixe Barth Karl - Introduccion A La Teologia Evangelica e outras Notas de estudo em PDF para Teologia, somente na Docsity! INTRODUCCIÓN A LA TEOLOGÍA EVANGÉLICA Karl Barth Introducción a la teologia evangélica es el tes- tamento teológico y creyente del gran pensador suizo Karl Barth, En esta obra se presenta la sin- STR PRIOR PA CARE LR TT TST TAN Dc ir PR CRDITER GOA PIA PR RARA LES SEO ROTUIA A Tolo Do To) RT ARO AD O TORTA UA PO RO EDER PEN PS RIR RR LE PNR PR RN volviendo sobre la anterior hasta que cada una entregue su sentido pleno, preparando así la que ED ATA E Por todo ello, la presente introducción es una DEC ECA ToR TOMO AT [TINTA DETENTOR TÃO TA Ta To NE CATE A ERoRe qto Nero RS MT e AA A OT To TS RA EE RIR Poco TRT Ca O ARS RPA e TA RR POTTER o A coa ti tt RR PAGES Preto dio Todo PTN Dodo Po ENTRA TAROT 2701, Ee AO TT EAITO TIRAR CR DRT CR TR PR teologia. Nació en Berna en 1886. Su vida estuvo dedicada a la docencia en las universidades de [ERITREA CRIAR RNA STERN TT TRT RSRS RO PAO RITA RR SR RIC Ra LAP U CA to PA NRO) Dor er ot Rr TRE Set TA RETA seria expulsado de Alemania en 1935. Su Dogmá- tica eclesial puede ser considerada como la Suma SPU E RR ID 6.6 | nº166 Verdad e Imagen VERDAD E IMAGEN 166 Colección dirigida por Ángel Cordovilla Pérez KARLBARTH INTRODUCCIÓN A LA TEOLOGÍA EVANGÉLICA EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2006 Esta obra ha sido publicada con la colaboración de Pro Helvetia, fundación cultural de Suiza CONTENIDO Presentación, por Pedro Rodríguez Panizo 9 Prólogo 19 l. Aclaración . 21 Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín Tradujo Constantino Ruiz-Garrido del original alemán EinjUrung in die evangelische Theologie (1962) © Theologischer Verlag Zürich 1970 © Ediciones Sígueme S.A.U, 2006 CI García Tejado, 23-27 - 37007 Salamanca I España Tlf.: (34) 923218203 - Fax: (34) 923 270 563 e-mail:ediciones@sigueme.es \VWW.sigueme.es ISBN: 84-301-1583-8 Depósito legal: S. 1704-2005 Impreso en España I Unión Europea Imprime: Gráficas Varona S.A. Polígono El Montalvo, Salamanca 2006 I EL LUGAR DE LA TEOLOGÍA 2. La Palabra 33 3. Los testigos 45 4. La comunidad 57 5. El Espíritu 69 11 LA EXISTENCIA TEOLÓGICA 6. La admiración .. 83 7. El verse afectados 95 8. El compromiso 107 9. La fe 119 III EL RIESGO DE LA TEOLOGÍA 10. La soledad 133 11. La duda . 145 12. La tentación 159 13. La esperanza 171 IV LA LABOR TEOLÓGICA 14. La oración 185 15. El estudio 199 16. El servicio 213 17. El amor 227 PRESENTACIÓN Humildad y grandeza de la teología Pedro Rodríguez Panizo El lector tiene entre sus mano~ un profundo y hermoso li- bro de teología. Su autor, Karl Barth (1886-1968), es uno de los más grandes teólogos del siglo pasado. Es un libro que respira humildad y grandeza en cada página, en cada línea. Una obra que puede encender en cualquiera y de por vida una vocación teológica. El prólogo a esta verdadera obra de arte no puede ser más que una invitación a su lectura. Exige del que la inicia un tono y un temple determinados. Frente a la inveterada costumbre actual de leer rápido para consumir lecturas -incluso teológicas- y estar al día, la Introducción a la teología evangélica pide leerse despacio, meditativamen- te, sin prisa ninguna de pasar de lección, dejando que su con- tenido explícito y las evocaciones latentes en él, despierten nuestra propia profundidad de creyentes y nos hagan viajar hacia 10 que Paul Ricoeur gustaba de llamar «el oriente del texto». Invita, además, a dejarse interpelar por su llamada profética hacia la concentración en 10 esencial y a estar abiertos a todo, cosa que suele ocurrir casi siempre que se da 10 primero. En el semestre de invierno de 1961, Barth terminó su ca- rrera académica y, como dice en el prólogo ~on la fina iro- nía que le caracterizó siempre-, fue el sustituto de sí mismo y hasta de su futuro sucesor cuya búsqueda suscitó más de una polémica. Resultado de aquel curso fue el libro que hoy felizmente presentamos en la cuidada edición de la Editorial 14 Presentación Presentación 15 nuestras horas y nuestros días aislándonos del espesor y el dolor de la vida. Las páginas que dedica el autor a la crítica de quienes no ven más que teología por todas partes, olvi- dando las novelas, la música, el deporte, etc., y trabajando sin parar día y noche en una especie de afecto desordenado, no tienen desperdició. Hace posible -además-la indisoluble unidad de oración y estudio. La primera, el movimiento y la apertura de lo bajo hacia lo alto; la segunda, como el traba- jo del ora et labora -que es otra forma de oración-, es el mo- vimiento intelectual, corpóreo-espiritual, hacia el exterior (studio), impelido por la misma resonancia en que 10 ha de- jado la oración. Parafraseando a Kant, dirá Barth en otro contexto: la oración sin estudio es vacía, el estudio sin ora- ción es ciego. Y además, está en relación con el Espíritu (Lección 5a), pues según Pablo es «el amor de Dios derra- mado en nuestros corazones» (Rom 5,5). El Espíritu que in- habita en la comunidad, despierta y hace hablar a los testi- gos, inspira la Escritura y hace posible discernir la Palabra de Dios en las palabras de los hombres, poniendo al teólogo en el lugar desde donde ésta le asombra2, maravilla e inter- . pela hasta el «sojuzgamiento» y la consternación de un com- promiso radical y a ultranza para con Dios (cf. Jer 20, 7-9). Y de nuevo el principio que 10 hace posible: la fe, criterio subjetivo del quehacer teológico, junto con la Palabra de Dios como su criterio objetivo. Barth subrayará que sólo Dios es el verdadero «objeto» de la teología, no el hombre, ni la fe, ni la religión, a condición de pensar en ese Dios co- mo el Dios del Evangelio, que es el Dios de los hombres, el que sale a su busca en el Hijo, como un templo ambulante, y los carga sobre sus hombros como el Buen Pastor que regre- 2. Sorprendentes y bellísimas son las páginas dedicadas al milagro en la Lección 68 ; así como iluminadoras resultan las consideraciones acerca de la relación de Dios con Israel (Alianza) y la centralidad de Cristo, en la lec- ción 28 • sa con la oveja perdida; un Dios que no es rígido ni exclusi- vo, sino que hace salir el sol sobre buenos y malos. Finalmente, la esperanza es la condición de posibilidad para afrontar el riesgo (Geflihrdung) de la soledad, la duda y la prueba. «Perseverar y soportar» (Aushalten und Ertragen) es la respuesta a dichos riesgos y tentaciones. El contra spem in spe de Rom 4, 18, en la figura paradigmática de Abrahán. Continuar llevando la carga impuesta sin desanimarse, no ce- der a ningún precio, como sosteniendo un muro con nuestra espalda y nuestros hombros; es decir, tener un poco de cora- je, pues no hay teología sin una cierta dosis de él y de tor- mento: las disputas intraeclesiales, las discusiones y críticas acerbas con los demás colegas de profesión, la tentación de la fama y la «gloria», figura de este mundo que pasa; los juicios de valor referentes a creerse mejores y peores teólogos, im- portantes o grandes, pequeños o de segundo orden; los de- sánimos personales y los desalientos de todo tipo, no deben paralizar la humildad y grandeza del ejercicio de la teología. Hay que confiar en que pueden ser vencidos con la paciencia y la esperanza, con la fe y el amor, con la fuerza del Espíritu. Tómese tiempo el lector y, sin prisas, comience la lectura de esta hermosa pieza de cámara teológica. INTRODUCCIÓN A LA TEOLOGÍA EVANGÉLICA PRÓLOGO Después de retirarme de la actividad docente como profe- sor universitario, se me ocurrió actuar como mi propio suce- sor y como representante de mi sucesor, todavía desconocido por mí, y ocuparme de la dirección, durante el semestre de invierno de 1961-1962, de algunos seminarios, llevar a cabo actividades e impartir lecciones. En la presente obra el lector hallará el manuscrito de esas lecciones. Espero que ahora na- die se queje de mi gran brevedad, en vista de 10 voluminosos que fueron los tomos de mi obra Kirchliche Dogmatik. Pues- to que no deseaba impartir brevísimas lecciones de teología dogmática, me propuse aprovechar esta «última» oportuni- dad para darme razón a mí mismo y a mis contemporáneos, de manera escueta, de todo 10 que fundamentalmente traté de alcanzar, aprender y defender, en materia de teología evangé- lica, durante cinco años como estudiante universitario, doce como párroco y finalmente cuarenta como profesor univer- sitario, recorriendo todos los caminos y rodeos que anduve hasta llegar al momento presente. Tal vez me movió también en el fondo la intención de proporcionar, especialmente a la joven generación de este momento, una visión de conjunto de mi alternativa a la mixo-filosófico-teología (¡la expresión es del viejo Abraham Calov!), que en su momento deslumbró poderosamente a muchos, pareciéndoles la más imponente novedad. No quise hacerlo en forma de nuevas «confesiones de fe» o de «esbozos» o de una pequeña Summa. Preferí es- coger la forma de una asignatura de «introducción», una asig- natura que hace ya tiempo que no aparece en el plan de estu- 24 Introducción a la teología evangélica Aclaración 25 podrían ser por su parte características de otras ciencias. Pe- ro eso no vamos a dilucidMlo ahora. Aquí describiremos esas notas en cuanto son precisamente las notas características de la ciencia teológica. 1. Lessing no fue el pionero en prohibir a la teología evan- gélica que quisiera otorgarse a sí misma el primer premio en comparación con otras teologías, o incluso que se hiciera pa- sar a sí misma, en alguna de sus formas, como sabiduría y doctrina divinas. Precisamente por dedicarse al Dios que se proclama a sí mismo en el Evangelio, la teología no podrá pretender para sí esa autoridad que a solo Dios corresponde. El Dios del Evangelio está vuelto misericordiosamente, por su parte, a la vida de todos los hombres y, por tanto, 10 está también a sus teologías. Sin embargo, Dios trasciende no só- lo a las empresas de todos los hombres, sino incluso a la em- presa de los teólogos evangélicos. Él es el Dios que se des~ vela incesantemente de nuevo a sí mismo y que ha de ser descubierto incesantemente de nuevo, el Dios sobre el cual la teología no posee ni puede adquirir soberanía. El diferenciar- se y distinguirse a sí mismo de todos los demás «dioses», por- ser el único Dios verdadero, es algo que sólo puede ser una acción divina. Esta acción no puede ser reduplicada por nin- guna ciencia humana, ni siquiera por una teología que está dedicada explícitamente a sólo Él. Precisamente por esta con- sideración básica, Él es, sin duda alguna, un Dios completa- mente diferente de otros dioses. Otros dioses no parece que prohíban a sus teologías jactarse de que cada.una de ellas sea la más correcta o incluso la única teología correcta. Por el contrario, tales dioses parece incluso que instan a sus respec- tivos teólogos a que se entreguen a tal jactancia. La teología evangélica, por su parte, podrá y deberá basar indudablemen- te su pensamiento y su lenguaje en la decisión y en la acción por la cual Dios hace que su gloria resplandezca y eclipse a la de todos los dioses. Sin embargo, esta teología no pensaría ni hablaría sobre tales actos, si con ello quisiera adquirir renom- bre para sí misma, siguiendo así el ejemplo de otras teologías. Queriendo o sin querer debe encauzarse y seguir por un ca- mino que, por naturaleza, sea radicalmente diferente del ca- mino seguido por otras teologías. Con todo, la teología evan- gélica no deberá desesperarse cuando sea contemplada y entendida a partir de las mismas categorías q~e esas otras te- ologías. Ha de tolerar incluso que se la compare y se la con- temple en relación con ellas bajo el concepto de «filosofia de la religión» (aunque permítanme advertirles de que ella, por su parte, no puede identificarse con tal propuesta). La teolo- gía evangélica sólo podrá esperar justicia para sí cuando sea Dios mismo quien la justifique. Ella podrá dMle gloria sólo a Él, pero no podrá dársela a sí misma. La teología evangélica es ciencia modesta, pues está destinada a serlo por su mismo objeto, por Aquel que es su tema. 2. La teología evangélica trabaja con tres presupuestos subordinados: a) El primero es. el acontecimiento general de la existencia humana en su indisoluble dialéctica, que la teo- logía ve confrontada con la automanifestación de Dios en el Evangelio. b) En segundo lugar se encuentra laJe particular de aquellas personas a quienes les fue dada y que quieren y están dispuestas a reconocer la automanifestación de Dios. Ellas saben y confiesan que Dios se autentifica a sí mismo para todas las personas y especialmente para sus testigos es- cogidos. e) En tercer lugar está el presupuesto general y el particular de la razón, la capacidad de percepción, de juicio y de lenguaje que poseen todos los hombres, y por tanto tam- bién los creyentes. Esta capacidad es la que hace que sea téc- nicamente posible para ellos participar activamente en los es- fuerzos encaminados a conocer teológicamente al Dios que en el Evangelio se manifiesta a sí mismo. Ahora bien, tal co- sa no significa que se ordene a la teología, y menos aún que se le permita, escoger como su objeto y su tema --en lugar de 26 Introducción a la teología evangélica Aclaración 27 Dios- la existencia humana o la fe o la capacidad espiritual del hombre (aun en el caso de que ésta incluyera una capaci- dad religiosa especial, un «a priori religioso»). Semejantes tópicos -si llegaran a ser dominantes- tributarían pleitesía tan sólo de manera subsiguiente e incidental al tema singularisi- mo de la teología. No podrían menos de suscitar además la sospecha de que «Dios» fuera, después de todo, una simple manera de hablar comparable al papel simbólico que se atri- buye a la corona de Inglaterra. La teología es muy conscien- te de que el Dios del Evangelio tiene un genuino interés por la existencia humana y que despierta y llama efectivamente al hombre a creer en Él; la teología sabe que Dios, de esta for- ma, reclama y pone en movimiento toda la capacidad espiri- tual del hombre, algo que es mucho más, en realidad, que su mera capacidad espiritual. Pero la teología se halla interesada en todo ello, porque se muestra interesada de manera primot;- dial y total por Dios mismo. El presupuesto predominante de su pensamiento y de su lenguaje es la prueba que Dios mismo da de su propia existencia y soberanía. Si la teología quisiera invertir su relación, y en lugar de relacionar al hombre con Dios relacionara a Dios con el hombre, entonces se entregaría a sí misma a una nueva cautividad babilónica. Llegaría a con- vertirse en prisionera de alguna clase de antropología u onto- logía o noología, que fuera subyacente a la interpretación de la existencia, de la fe o de la capacidad espiritual del hombre. La teología evangélica no se ve forzada a ello ni está capaci- tada para realizar tal empresa. La teología evangélica se toma su tiempo y deja con confianza que las cosas sigan su curso, cualesquiera que sea el camino en el que la existencia, la fe y la capacidad espiritual del hombre -su ser él mismo y su au- tocomprensión- se presenten en su confrontación con el Dios del Evangelio que precede y está por encima de todo ello. Con respecto a esas presuposiciones subordinadas, la t~olo­ gía, a pesar de toda su modestia, es de manera ejemplar una ciencia libre. Ello significa que es una ciencia que gozosa- mente respeta el misterio de la libertad de su objeto, y que, a su vez, está siendo liberada constantemente por su objeto de cualquier dependencia de presuposiciones subordinadas. 3. En tercer lugar, el objeto de la teología evangélica es Dios en la historia de sus acciones. En esta historia Dios es también el que se da a conocer a sí mismo. Pero en ella Dios es a su vez el que es. En la teología Dios tiene y muestra con- juntamente su existencia y su esencia: ¡sin precedencia de una sobre la otra! Por consiguiente, Él, el Dios del Evangelio, no es ni una cosa, ni un objeto, ni tampoco un principio, ni una verdad o la suma de muchas verdades o el exponente personal de semejante suma. A Dios se le podría llamar úni- camente la verdad, si se entendiera la verdad en el sentido del término griego aletheia. El ser de Dios, o la verdad, es el acontecimiento de su desvelarse en la historia, de su resplan- decer como el Señor de todos los señores, de la santificación de su nombre, de la llegada de su Reino, del cumplirse su vo- luntad en toda su obra. La suma de las «verdades» acerca de Dios ha de hallarse en una secuencia de acontecimientos, más aún, en todos los acontecimientos de su ser glorioso en su obra. Estos acontecimientos, aunque sean distintos unos de otros, no deben ponerse entre paréntesis ni considerarse aisladamente entre sí. Obsérvese que la teología evangélica no debe repetir la historia en la que Dios es el que es, ni debe actualizarla, ni debe anticiparla. No tiene derecho a escenificarla como su propia obra, sino que debe dar cuenta de ella de forma intui- tiva, conceptual y lingüística. Pero lo hace tan sólo objetiva- mente, cuando sigue al Dios vivo en aquel proceso en el que Él es Dios, y por consiguiente, cuando al percibir, reflexionar y examinar, la teología misma tiene el carácter de un proceso vivo. La teología perderia su objeto, y con ello se negaria a sí misma, si quisiera ver, entender, expresar estáticamente en sí 28 Introducción a la teología evangélica Aclaración 29 mismo algún momento del proceso divino, en vez de hacerlo en su conexión dinámica ----comparable al pájaro en vuelo, no al pájaro en lajaula-, si dejara de narrar «las grandes hazañas de Dios» y se dedicara en cambio a la constatación y la pro- clamación de un Dios cosificado y de cosas meramente divi- nas. Sin que importe lo que hagan los dioses de otras teolo- gías, el Dios del Evangelio rechaza cualquier conexión con una teología inmovilista y estática. La teología evangélica só- lo podrá existir y permanecer en vigoroso movimiento, cuan- do sus ojos se hallen fijos en el Dios del Evangelio. Tendrá que distinguir constantemente entre lo que Dios ha hecho que suceda y lo que hará que suceda; entre lo antiguo y lo nuevo, sin menospreciar lo uno y sin tener miedo a lo otro. Tendrá que distinguir claramente entre el ayer, el hoy y el mañana q.e la única presencia y acción de Dios, sin perder de vista la uni- dad de dicha presencia y acción. Cabalmente desde este pun- to de vista, la teología evangélica es una teología eminente- mente crítica, porque siempre está expuesta al juicio y nunca se halla aliviada de la crisis en la que está puesta por su obje- to o, más exactamente, por su sujeto vivo. 4. En cuarto lugar, el Dios del Evangelio no es un Dios solitario, que se satisfaga a sí mismo y que esté encerrado en sí mismo. No es un Dios «absoluto» (o mejor, no es un Dios desligado de todo aquello que no sea Él mismo). Claro que Dios no tiene junto a sí a nadie que sea igual a Él, por el cual estuviera limitado y condicionado. Pero tampoco es el Dios cautivo de su propia majestad; no está ligado a ser únicamen- te el o lo «enteramente Otro». El Dios de Schleiermacher no puede compadecerse. El Dios del Evangelio puede hacerlo y lo hace. Así como Él es en sí mismo el Dios Uno en la unidad de su vida como Padre, Hijo y Espíritu santo, así también, en la relación con la realidad distinta de Él, Dios es «libre» de iure y deJacto para ser Dios, no junto al hombre, pero tam- poco meramente sobre él, sino en él y con él, y sobre todo, un Dios para él: no sólo como su Señor, sino también como Padre, Hermano y Amigo -como su Dios, como el Dios del hombre-o Y esta relación no implica una mengua o negación, sino una confirmación precisamente de su esencia divina. «Yo tengo mi trono en las alturas y también estoy con los con- tritos y los humildes» (Is 57, 15). Así lo hace Dios a través de la historia de sus acciones. Un Dios que, frente al hombre, só- lo fuera un Dios excelso, lejano y extraño en una divinidad sin humanidad, aun en el caso de que se diera a conocer de al- gún modo al hombre, sólo sería el Dios de un dysangelion (<<no-evangelio»): un Dios de «malas nuevas», no un Dios de «buenas nuevas». Sería el Dios de un «No» que menospre- cia, juzga y mata, ante el cual el hombre tendría que sentir miedo y del cual tendría que huir, si le fuera posible hacerlo, y a quien preferiría no conocer, porque no sería en absoluto capaz de satisfacer sus demandas. Muchas otras teologías se interesarán por tales dioses exaltados, sobrehumanos e inhumanos, que podrían ser úni- camente los dioses de toda clase de «malas nuevas», de dy- sangelia. Precisamente el progreso, con su déficit de Dios -y sobre todo el hombre que quiere ser progresista-, parece ser un «dios» de ese tipo. Pero el Dios que es el objeto de la teología evangélica es tan excelso como humilde: excelso precisamente en su humildad. Y así, su inevitable «¡no!» es- tá incluido en su primario «¡sí!» al hombre. Por eso, lo que Dios quiere y actúa para él y con él, es una obra auxiliadora, salvífica, enderezadora que, por tanto, trae paz y gozo. Así es realmente el Dios del Euangelion (<<buena nueva»), de la «Palabra» que es buena para el hombre, porque es clemente para él. Con sus esfuerzos la teología evangélica responde a este clemente «¡sí», a la automanifestación de Dios hecha a impulso de su amor a los hombres. Se ocupa de Dios como del Dios del hombre, y precisamente por eso se ocupa tam- bién del hombre como del hombre de Dios. Para esa teolo- 34 El lugar de la teología La Palabra 35 lo ha hecho hasta el presente, y menos aún con el suficiente gozo y ánimo incansable. ¿Qué significa, por lo demás, «cul- tura» y «ciencia universal»? Durante los últimos cincuenta años, ¿no han llegado extrañamente estos conceptos a desdi- bujarse y, en todo caso, a hacerse demasiado problemáticos para que puedan servimos aquí de orientación? Sea como fuere, no debe ser para nosotros una cuestión desdeñable co- nocer, desde la perspectiva del resto de la universidad del sa- ber, qué es lo que hay que pensar de la teología y con qué fundamentación y justificación la teología desearía pertene- cer, como ciencia sui generis -ciencia modesta, libre, crítica y gozosa- a esa universidad del saber. Pero esto, de momen- to, será para nosotros una cura posterior, una preocupación posterior; se trata de una cuestión que en principio habrá de dejar paso a otras cuestiones más urgentes. Su respuesta eX- plícita podría quedar reservada -¿quién sabe?- para los e~­ clarecimientos que la teología misma y su entorno académi- co pudieran experimentar durante el tercer milenio. Por tanto, como «lugaD> de la teología entenderemos aquí sencillamente la necesaria posición inicial que leha sido asig~ nada desde el interior, por su objeto, y desde la cual la teo- logía ha de avanzar en todas sus disciplinas: bíblica, históri- ca, sistemática, práctica. Tal es precisamente la norma según la cual la teología ha de presentarse constantemente en pú- blico. Expresándonos en otros términos, hemos de decir a la manera castrense que se trata del puesto que el teólogo (ya se ajuste o no a él o a cualquiera de sus semejantes) debe ocu- par (si no quiere que le arresten de inmediato) en la univer- sidad del saber, o que él también debe mantener en todas las circunstancias dentro de cualquier catacumba. El vocablo «teología» contiene el concepto de logos. La teología es una logía, lógica, logística, o lenguaje ligado al Theos, quien no sólo la hace posible, sino que también la de- termina. El ineludible significado de logos es aquí «palabra», aunque el Fausto de Goethe opinaba que era imposible esti- mar en tan alto grado a la palabra. La palabra no es la única determinación necesaria del lugar de la teología, pero es in- dudablemente la primera. La teología misma es una palabra, una respuesta humana. Sin embargo, lo que la convierte en teología no es su propia palabra o su propia respuesta, sino la palabra que ella escucha y a la que responde. La teología tie- ne como clave de su existencia a la palabra de Dios, porque la palabra de Dios precede a todas las palabras teológicas, creándolas, suscitándolas y siendo un desafio para ellas. Si la teología quisiera ser algo más o algo menos o algo dife- rente de una acción en respuesta a esa Palabra, entonces su pensar y su hablar humanos estarían vacíos, no dirían nada, serían vanos. Puesto que la palabra de Dios es escuchada y respondida por la teología, entonces ésta es una ciencia mo- desta y, al mismo tiempo, una ciencia libre, como señalába- mos en los puntos 1 y 2 de nuestra «Aclaracióm>. La teología es modesta, porque toda su logía no puede ser sino una ana- logía humana de esa Palabra; todo su dilucidar es únicamen- te un reflejar humano (¡un «especulan>, en el sentido latino de speculum!), y toda su producción no puede ser sino una reproducción humana. En resumen, la teología no es un ac- to creativo, sino únicamente una alabanza del Creador; una alabanza que en la mayor medida posible debe responder verdaderamente al acto divino de la creación. De manera se- mejante, la teología es libre, porque no sólo es exhortada por aquella Palabra a semejante analogía, reflexión y reproduc- ción, es decir, a semejante alabanza de su Creador, sino por- que además es liberada, autorizada, capacitada e impulsada hacia todo ello. Aquí, por tanto, se trata de algo más que de la idea de que el pensar y el hablar teológico tengan que ser dirigidos por aquella Palabra y deban orientarse y medirse por ella. Tal co- sa tendrán también que hacerla. Y son conceptos que resul- 36 El lugar de la teología La Palabra 37 tarán adecuados para su relación con los testigos de aquella Palabra, acerca de los cuales hablaremos la próxima vez. Pe- ro para la relación de la teología con la Palabra misma, tales conceptos son demasiado débiles. Aquí no sucede que un pensar y hablar humano, con la respuesta dada ya a aquella Palabra (efectuada, por ejemplo, en la forma de una adecua- da interpretación), estuviera necesitado obviamente de una regulación procedente de ella y tuviera que someterse a la misma. Aquí lo que sucede es que un pensamiento y hablar humano, como respuesta a aquella Palabra, es evocado pri- merísimamente por el acto creativo efectuado por la Palabra, y entonces llega a ser existente y actual. No sólo no habrá una teología en regla, sino que tampoco habrá en absoluto una teología evangélica sin la precedencia de aquella Pala- bra. Y dicha Palabra no tiene la teología primeramente qúe interpretarla, exponerla, hacerla comprensible. Eso tendrá que hacerlo después y de nuevo en relación con los testigos de aquella Palabra. Pero en su relación con ella misma, la teología no tiene nada que interpretar. En este punto, la res- puesta teológica puede consistir únicamente en que aquell~ Palabra, con precedencia a toda interpretación, sea confirma- da y mostrada como una Palabra hablada y percibida. Aquí se trata del acto teológico fundamental que incluye en sí todo lo demás y le da comienzo. Omnis recta cognitio Dei ab oboe- dientia nascitur (Calvino). La Palabra que no sólo regula a la teología y que no debe ser interpretada primeramente por ella, sino que en primerísimo lugar la fundamenta y constitu- ye, la saca de la nada para llevarla al ser, la llama haciéndola salir de la muerte para entrar en la vida, tal es la palabra de Dios. Precisamente ante ella se encuentra el lugar en el que la teología se halla situada y en el que ha de situarse a sí misma incesantemente. La palabra de Dios es la palabra que Dios, en medio de los hombres y dirigiéndose a todos los hombres (sea escuchada o no lo sea), ha hablado, habla y hablará. Es la Palabra de su acción en los hombres, en favor de los hombres y con los hombres. Precisamente su acción no es una acción muda, si- no una acción que, como tal, es hablante. Puesto que única- mente Dios es capaz de hacer lo que hace, sólo Él es capaz de decir en su obra lo que dice. Y así como su acción -en la pluralidad de su forma, encaminándose desde su origen ha- cia su meta-, no está escindida, sino que es una sola, así tam- bién su Palabra, en toda su emocionante riqueza, es simple, es una sola: no es ambigua sino unívoca, no es oscura sino clara y, por consiguiente, es muy comprensible tanto para el más sabio como para el más ignorante. Dios actúa, y al actuar también habla. Su Palabra se hace notoria. Y esa Palabra pue- de ser desoída deJacto, pero nunca ni en ningún lugar puede ser desoída de iure. Nosotros hablamos del Dios del Evange- lio, de su acción y de su obrar -y del Evangelio, en el cual su acción y su obrar como tal es su lenguaje-o Esta es su Pala- bra, el Logos, en la cual la logía, la lógica y la logística teo- lógica tienen su base creativa y su vida. La palabra de Dios es Evangelio, Palabra buena, porque es acción buena de Dios, Palabra que en esa acción se expre- sa y se convierte en interpelación. Recordemos lo que diji- mos la última vez a propósito del punto 4. Por medio de su Palabra, Dios revela su acción en su pacto con el hombre, en la historia de la institución, conservación, ejecución y consu- mación del mismo. De esta manera es como Él se revela a sí mismo: revela su santidad, pero también su misericordia co- mo padre, hermano y amigo, mas también su poder y majes- tad como el dueño y juez del hombre, y por consiguiente se revela a sí mismo como el que es la parte prioritaria en el pacto, se revela a sí mismo como el Dios del hombre. Pero en su palabra Dios revela también al hombre como criatura su- ya, como al deudor que es insolvente ante Él, como a quien está perdido en el juicio divino, pero también como a quien 38 El lugar de la teología La Palabra 39 está sostenido y salvado por su gracia, y de esta manera se halla liberado para Él, tomado de esta manera por Él a su ser- vicio y obligado a Él; revela a ese hombre como a hijo y sier- vo suyo, como al amado por Él, y también como a quien es la otra parte en el pacto. En suma, revela al hombre como al hombre de Dios. Sobre esta doble revelación se trata en la pa- labra de Dios. El pacto -y por consiguiente, Dios como el Dios del hombre y el hombre como el hombre de Dios-, esta historia, esta obra es también, como tal, el enunciado de la palabra de Dios, un enunciado que la diferencia de todas las demás palabras. Este Logos es el Creador de la teología. Por medio de Él se le ha asignado a ella su lugar y su tarea. La teología evangélica existe al servicio de la Palabra acerca del pacto divino de gracia y de paz. No decimos otra cosa distinta, sino que decimos lo mis- mo pero de manera concreta, cuando señalamos que la teo- logía evangélica responde a la Palabra que Dios pronunció, sigue pronunciando todavía y volverá a pronunciar en la his- toria de Jesucristo, el cual consuma la historia de Israel. In- virtiendo el enunciado podemos afirmar que la teología res- ponde a aquella Palabra hablada en la historia de Israel que llega a su culminación en la historia de Jesucristo. Dado que Israel está orientado hacia Jesucristo y dado que Jesucristo procede de Israel, se hace notorio -de manera universal pre- cisamente en esa particularidad suya- el Evangelio de Dios, la buena Palabra del pacto de gracia y de paz establecido, mantenido, ejecutado y consumado por Dios, la buena Pala- bra acerca de la relación amistosa entre Dios y los hombres. Por consiguiente, la palabra de Dios no es la manifestación de la idea de semejante pacto y de tal relación. Es el Logos de esa historia, y por consiguiente el Logos, la Palabra del Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, quien, como tal, es el Padre de Jesucristo. Esta Palabra, la Palabra de esta historia, tendrá que escucharla la teología evangélica incesantemente de nue- va, tendrá que entenderla incesantemente de nuevo y tendrá que expresarla incesantemente de nuevo. Trataremos de ofre- cer (con la brevedad que aquí se impone) un esbozo de lo que enuncia esta historia. La historia habla en primer lugar sobre un Dios que hace que una comunidad étnica humana -como ejemplo de la hu- manidad entera- sea su pueblo; en ella actúa como su Dios, le habla, la trata y la interpreta como a su pueblo. El nombre de este Dios es Yahvé: «Yo soy el que Yo seré», o «Yo seré el que Yo soy», o «Yo seré el que Yo vaya ser». Y el nombre de su pueblo es Israel: «Luchador (no en favor de, sino) contra Dios». El pacto es el encuentro de este Dios con su pueblo en la historia común de ambos. El informe de esta historia, aun- que resulta extrañamente contradictorio, no es ambiguo. Esta historia habla del encuentro ininterrumpido, del diálogo y, de este modo, de la comunión entre un Dios santo y fiel y un pueblo impío e infiel. Esta historia habla a la vez de la pre- sencia, que nunca falla, del socio divino en el pacto y del fallo del socio humano, que debía ser santo como Él es santo, y de- bía responder con fidelidad a la fidelidad de Dios. Aunque es- ta historia habla terminantemente de la perfección con que Dios cumple el pacto, no habla de la perfección con que los hombres lo cumplen. El pacto no alcanza su forma perfecta en ese pueblo. Por eso, la historia de Israel señala más allá de sí misma; señala hacia un cumplimiento que, aunque insta a convertirse en realidad, todavía no ha llegado a ser real. En este punto comienza la historia de Jesucristo, el Me- sías de Israel. En ella la actividad y el hablar del Dios de Is- rael hacia su pueblo no cesa, sino que alcanza su consuma- ción. El pacto antiguo, establecido con Abrahán, Isaac y Jacob, proclamado por Moisés y confirmado a David, se convierte con Jesucristo en un pacto nuevo. El Dios santo y fiel de Israel hace que entre en escena su socio humano san- to y fiel. En medio de su pueblo, Dios hace que Uno se ha- 3 LOS TESTIGOS Una determinación más precisa del lugar de la teología evangélica exige que distingamos un grupo definido (aunque no definible estadísticamente) de seres humanos. Éstos dis- frutan de una posición especial y singular, única ciertamente, en su relación con la palabra de Dios. Pero su posición no es especial en virtud de una particular idoneidad de sus senti- mientos, o por una determinada actitud ante la Palabra, o por el hecho de que todo eso les reporta especiales beneficios, honores y aureolas. Sino que es especial en virtud de la situa- ción histórica específica con la que se han visto confrontados por esta Palabra, por el particular servicio al que la Palabra los llama y para el cual los pertrecha. Tales personas son los testigos de la Palabra. Para ser más concretos, ellos son sus testigos primarios, porque están llamados directamente por la Palabra para ser sus oyentes, y han sido destinados para la co- municación y confirmación de esa Palabra entre otras perso- nas. Dichos hombres son los testigos bíblicos de la Palabra, los profetas del Antiguo Testamento y los apóstoles del Nue- vo Testamento. En realidad, ellos llegaron a ser testigos con- temporáneos en virtud de lo que habían visto y oído de esa historia. Otras personas, desde luego, fueron también testigos contemporáneos de semejante historia. Pero los profetas y apóstoles llegaron a ser y existieron como testigos oculares de aquellos actos realizados en su tiempo y fueron oidores de la Palabra hablada en su tiempo. Fueron destinados, nombra- dos y elegidos para esta causa por Dios, no por ellos mismos; 46 El lugar de la teología Los testigos 47 además, Dios les mandó y les dio poderes para que hablaran sobre lo que ellos habían visto y oído. El Logos de Dios se- gún el testimonio dado por estas personas es el interés con- creto de la teología evangélica. Aunque esta teología no tiene información directa acerca del Logos, sin embargo posee con gran fiabilidad esa información indirecta. Los profetas del Antiguo Testamento dieron testimonio de la acción de Yahvé en la historia de Israel, de su acción como padre, rey, legislador y juez. Ellos contemplaron el amor li- bre y constructivo de Dios, un amor que, no obstante, fue un purificativo; en la elección y vocación de Israel, ellos con- templaron la gracia de Yahvé, y en la clemente pero también severa y encolerizada dirección y gobierno de Dios sobre su pueblo, ellos entrevieron la incansable protesta y oposición de Dios a la conducta de Israel, que era el incorregible lu- chador contra Dios. La historia de Israel hablaba a los profe- tas. En las múltiples formas de esta historia ellos escucharon los mandamientos de Yahvé, sus juicios y amenazas, así co- mo sus promesas, que no eran confirmaciones de sus propias preferencias religiosas, morales o políticas, ni de sus ideas, opiniones y postulados optimistas o pesimistas. Nada de eso; lo que ellos escucharon fue la voz s(Jberana del Dios de la alianza: «Así dice el Señor». Se trata del Dios que es cons- tantemente fiel a su socio humano infiel. Era la Palabra mis- ma de Dios la que capacitó, autorizó y llamó a hacerla reso- nar como un eco a aquellos testigos, ya fuera como profetas en el sentido estricto del término, o como narradores profé- ticos, o bien ocasionalmente como juristas, o como poetas proféticos, o como maestros de sabiduría. Desde luego, al dar su testimonio, ellos escuchaban también al de sus predeceso- res, asimilando de una manera o de otra las respuestas ya da- das e incorporándolas a sus propias respuestas. Era la Pala- bra misma de Yahvé, tal como fue hablada en su historia con Israel, la que ellos hicieron oír a su pueblo. Claro está que ca- da profeta hablaba también dentro de los límites y horizon- tes de su tiempo, en el marco de sus problemas, de su cultu- ra y de su lenguaje. Ellos hablaban, ante todo, viva voce, pero también escribían esas palabras o las consignaron por escrito para que fueran recordadas por las generaciones sucesivas. El canon del Antiguo Testamento es una recopilación de esos escritos, que fueron recibidos y reconocidos en la sinagoga. Su contenido era tan persuasivo que fueron aceptados como testimonios auténticos, fieles y autoritativos de la palabra de Dios. La teología evangélica escucha el testimonio del Anti- guo Testamento y lo hace con la mayor seriedad y no simple- mente como una especie de preludio del Nuevo Testamento. La regla clásica es: Novum Testamentum in Vetere latet, Vetus in Novo patet (<<El Nuevo Testamento se halla escondido en el Antiguo Testamento, y el Antiguo Testamento se hace pa- tente en el Nuevo Testamento»). Cuando la teología optó por hacer caso omiso de esta regla, cuando se contentó con exis- tir en el aire, pretendiendo orientarse exclusivamente por el Nuevo Testamento, sufrió la constante amenaza de la carco- ma en sus propios huesos. Sin embargo, la teología ha de orientar evidentemente su atención hacia la meta de la historia de Israel, hacia la Pala- bra profética hablada en esa historia, hacia la historia de Je- sucristo, tal como se halla atestiguada por los varones apos- tólicos del Nuevo Testamento. Lo que esos hombres vieron y oyeron, lo que sus manos tocaron, fue el cumplimiento de la alianza: la existencia y aparición del socio humano que fue obediente a Dios. Este cumplimiento fue el Señor que vivió como siervo, sufrió y murió en lugar de los desobedientes; el Señor que descubrió pero también cubrió la locura de ellos, aceptando sobre sí mismo y eliminando su culpa y reconci- liándolos con su socio divino. En la muerte de este Señor, los apóstoles vieron vencido y derrotado a quien luchaba contra Dios. Y en la vida de ese Señor vieron aparecer a otro hom- 48 El lugar de la teología Los testigos 49 bre, al luchador en favor de Dios. En él vieron la santifica- ción del nombre de Dios, la llegada de su Reino, el cumpli- miento de su voluntad en la tierra. En este acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo y en el espacio, en la «carne», a ellos se les permitió escuchar la palabra de Dios en su gloria, como una prenda, una promesa, una advertencia y un con- suelo dirigidos a todos los hombres. Por el encargo que Jesús dio a los apóstoles, ellos fueron enviados a todo el mundo pa- ra testificar ante todos los hombres que Jesús es esta Palabra de Dios. De nuevo, el tema y el vigor de ese encargo no eran las impresiones que ellos habían recibido de Jesús, la estima en que tenían a su persona y a su obra; tampoco su fe en él. Si- no que su tema era la poderosa palabra de Dios hablada en la resurrección de Jesús de entre los muertos, la cual confirió a su vida y a su muerte el poder y el dominio sobre todas las criaturas de todos los tiempos. Los apóstoles hablaron, refi- rieron, escribieron y predicaron acerca de Jesús como hom- bres que habían sido iluminados e instruidos de esta manera directa. Hablaron como hombres que tenían tras de sí la tum- ba vacía y ante ellos al Jesús vivo. Fijémonos bien en que, aparte de la historia de Jesús como la Palabra poderosa en la que se reveló el acto reconciliador de Dios, los apóstoles ca- recían de todo interés por cualquier otro aspecto de la histo-' ria de Jesús. Ellos hacían caso omiso de cualquier realidad que hubiera podido preceder a esa historia de salvación y re- velación. Simplemente no existía tal realidad; por eso, ellos no podían conocer ni interesarse por tal realidad hipotética. La historia de Jesús era real, y real para ellos, ante todo co- mo historia de salvación y revelación. Para ellos, la realidad de Jesús estaba vinculada exclusivamente con la proclama- ción que ellos hacían, y se basaba en la autoproclamación de Jesús como Kyrios, Hijo de Dios e hijo del hombre. No era ni un «Jesús histórico» ni un «Cristo de la fe» a quien ellos conocían y proclamaban, ni era la imagen abstracta de al- guien en quien ellos todavía no creían, ni tampoco la imagen, igualmente abstracta, de alguien en quien ellos creyeron úni- camente después. No; ellos proclamaban concretamente al único Jesucristo que se había encontrado con ellos antes in- cluso de que creyeran en él. Después de que Jesús les abriera los ojos por medio de su propia resurrección de entre los muertos, ellos fueron capaces de decir quién era aquel que se les había dado a conocer antes de la resurrección. Un doble Jesucristo, uno que existió antes de Pascua y otro que existió después de Pascua, sólo puede deducirse de los textos del Nuevo Testamento cuando previamente se ha insertado de manera arbitraria esa duplicidad en dichos textos. Incluso desde el punto de vista de la «crítica histórica», tal manera de proceder debiera considerarse como profundamente sos- pechosa. El origen, el objeto y el contenido del testimonio del Nuevo Testamento fueron y son la única historia de la salvación y de la revelación en la que Jesucristo es la acción de Dios y la palabra de Dios. Con anterioridad y con poste- rioridad a esta historia, todo lo que los testigos del Nuevo Testamento podían contemplar era su comienzo en la histo- ria de Israel, según se hallaba atestiguado por el Antiguo Tes- tamento. Hacia esta historia precedente, y hacia esta sola historia, ellos se hallaban orientados constantemente. El ca- non del Nuevo Testamento es una colección de testimonios, fijados por escrito y trasmitidos, que refieren la historia de Jesucristo en una manera que se mostraba a sí misma como auténtica ante las comunidades de los siglos II, III YIV. En contraste con todas las clases de literaturas semejantes, esas comunidades aprobaron el canon como el documento origi- nal y fiel de 10 que los testigos de la resurrección habían vis- to, oído y proclamado. Ellas fueron las primeras en recono- cer esa colección como testimonio genuino y autoritativo de la única palabra de Dios, al mismo tiempo que aceptaban de 54 El lugar de la teología Los testigos 55 níaca, monótona o infaliblemente aburrida. De ningún modo la teología puede ligarse o limitarse a sí misma a algún tema especial. En esta escuela la teología se habrá de orientar ha- cia la incesante sucesión de los diferentes loei de la obra y palabra divinas, y de esta manera la comprensión, el pensa- miento y el lenguaje teológicos recibirán su lugar definido. En la escuela de estos testigos, la teología comienza inevi- tablemente a caminar, aunque teniendo siempre en su mente la misma meta. Va en migración del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento, y retoma de nuevo, desde el, yahvista has- ta el código sacerdotal, desde los salmos de David hasta los proverbios de Salomón, desde el evangelio de san Juan hasta los evangelios sinópticos, desde la Carta a los gálatas has- ta la Carta de Santiago, y así incesantemente. Dentro de to- dos esos escritos la peregrinación conduce de un nivel de la tradición a otro, teniendo en cuenta cada etapa de la tradi- ción que pudiera estar presente o que pudiera sospecharse. A este respecto, la labor de la teología podría compararse con la tarea de rodear una alta montaña, la cual, a pesar de ser una misma y única montaña, existe y se manifiesta a sí mis- ma en formas muy diferentes. El Dios «eternamente rico» constituye el contenido del conocimiento de la teología evan- gélica. El único misterio divino es conocido solamente en la desbordante plenitud de los designios, de los caminos y de los juicios de Dios. 7. En séptimo lugar, la teología responde al Logos de Dios, cuando se esfuerza por escucharle a Él y hablar de Él en un lenguaje siempre nuevo, basándose en la autorrevela- ción de Dios en la Sagrada Escritura. Su investigación de la Escritura consiste en preguntar a los textos si quieren dar tes- timonio de Dios, y hasta qué punto; si a pesar de su comple- ta humanidad reflejan y son un eco de la palabra de Dios, la cual no es conocida ya con anterioridad en ninguna parte, pero es una Palabra que quiere ser vista y escuchada ince- santemente, que ha de salir constantemente a la luz. Con es- ta abierta y sincera pregunta acerca de la Palabra, la teología se sitúa ante la Sagrada Escritura. Todas las demás cuestio- nes están coordinadas con esta pregunta y subordinadas a ella. Sólo ofrecerán ayudas técnicas a su respuesta. Actual- mente se oye a menudo que la tarea «exegético-teológica» consiste en traducir las afirmaciones bíblicas del lenguaje de tiempos pasados al lenguaje del hombre moderno. Esto sue- na curiosamente como si el contenido, el sentido y la inten- ción de los enunciados bíblicos fueran relativamente fáciles de averiguar y se supusieran como ya conocidos. Entonces la principal tarea consiste sencillamente en lograr que tales enunciados sean comprensibles y relevantes para el mundo moderno, sirviéndose para ello de alguna clave lingüística. El mensaje está muy bien, se dice, pero «¿cómo será posible trasmitirlo al hombre de la calle?». Sin embargo, la verdad de la cuestión es que las afirmaciones de la Biblia no son evidentes por sí mismas; la Palabra misma de Dios, tal como se halla atestiguada en la Biblia, no resulta obvia de forma inmediata en ninguno de sus capítulos o versículos. Lejos de eso, la verdad de la Palabra hay que buscarla con precisión para lograr entenderla en su profunda sencillez. Hay que uti- lizar todos los recursos posibles: la crítica y el análisis filo- lógico e histórico, el estudio atento de las relaciones textua- les más próximas y más remotas; por otra parte, habrá que echar mano de todos los recursos de que la imaginación dis- ponga para formular conjeturas. La cuestión acerca de la Palabra y únicamente esta cues- tión es la que responde y hace justicia a la intención de los autores bíblicos y a sus escritos. Pero, además, ¿no haría tam- bién esta cuestión justicia al hombre moderno? Si el hombre moderno está seriamente interesado por la Biblia, no preten- de en verdad que le traduzcan la Biblia a su propia jerga tran- sitoria. Lejos de eso, desea participar, él mismo, en el esfuer- 56 El lugar de la teología zo por aproximarse más a lo que figura en ella. Este esfuer- zo es la deuda que la teología tiene con el hombre moderno y, sobre todo, con la Biblia misma. «Lo que figura en ella», en las páginas de la Biblia, es el testimonio dado a la palabra de Dios, la palabra de Dios en este testimonio de la Biblia. Sin embargo, saber hasta qué punto se encuentra en ella es un he- cho que exige una incesante labor de descubrimiento, inter- pretación y reconocimiento. Exige un incansable esfuerzo; más aún, un esfuerzo que no deja de ir acompañado de sudor y de lágrimas. Los testigos bíblicos y la Sagrada Escritura se presentan ante la teología como el objeto de este esfuerzo. 4 LA COMUNIDAD Cuando la teología se confronta con la palabra de Dios y con sus testigos descubre que su lugar más propio es la comu- nidad, y no un determinado lugar en el espacio abstracto. El término «comunidad» es el adecuado, ya que desde un punto de vista teológico resulta conveniente evitar en la medida de lo posible, por no decir totalmente, el término «Iglesia». En todo caso, este último término, oscuro y sobrecargado de sentidos, debe ser interpretado de manera inmediata y consecuente por el término «comunidad». Lo que en algunas ocasiones puede llamarse «Iglesia» es, como Lutero solía decir, la «Cristian- dad» (entendida más como una nación que como un sistema de creencias). La Cristiandad es la colectividad reunida, fun- dada y ordenada por la palabra de Dios, la «comunión de los santos». Éstos «santos» son las personas a las que llegó la Pa- labra y fueron movidas de tal modo por ella, que no pudieron sustraerse a su mensaje y llamamiento. Es decir, fueron he- chas capaces, deseosas y dispuestas a recibirla en calidad de testigos secundarios de ella, ofreciéndose a sí mismas, ofre- ciendo sus vidas, su pensamiento y su lenguaje al servicio de la palabra de Dios. La Palabra llama reclamando fe, exige ser aceptada con reconocimiento, confianza y obediencia. Y puesto que la fe no es un fin en sí misma, este clamor de la Palabra significa que ella exige ser proclamada al mundo, hacia el cual la Palabra está dirigida desde el principio. La Palabra, en primerísimo lugar, insiste en ser anunciada por el coro de sus testigos primarios; la comunidad represen- 58 El lugar de la teología La comunidad 59 ta a los testigos secundarios, a la sociedad de la~ personas que han sido llamadas a creer en ella y simultánearr1ente a dar tes- timonio de ella ante el mundo. En esta comunidad es donde la teología tiene también su lugar especial y su fttnción. «Creí y por eso hablé». Esta actitud, inspirada a Pablo por el salmista, indica la situación peculiar de la comunidad en- tera, como tal, y en último término la situación de cada uno de sus miembros. La comunidad está confrontada con la pa- labra de Dios y está creada por ella. Es comtnunio sancto- rum, la «comunión de los santos», porque es Congregatio fi- delium, la «congregación de los fieles». Y como tal, es la coniuratio testium, la «confederación de los testigos» que pueden y deben hablar porque creen. La comuJlidad no habla únicamente con palabras. Habla por el hecho m'lsmo ae su existencia en el mundo; por su actitud característica ante los problemas del mundo; y, más aún y especialmente, por su servicio callado a todos los desfavorecidos, débiles y necesi- tados que hay en el mundo. Habla, finalmente, cuando ora por el mundo. Y todo esto 10 hace porque a ello le llama la palabra de Dios, y no puede por menos de hacerlo porque cree. Desde el comienzo mismo, la comunidad se expresa también a sí misma en palabras y sentencias por las cuales, con arreglo a 10 que la Palabra la exhorta a hacer, trata de que su fe pueda escucharse. La obra de la comunidad con- siste, por otra parte, en el testimonio que da mediante pala- bras pronunciadas y palabras escritas, es decir, consiste en la autoexpresión verbal, a través de la cual ella cumple su en- cargo de predicar, enseñar y aconsejar pastoralmente. y aquí comienza el servicio especial, la función pec¡Jliar de la teo- logía en la comunidad. La distancia que existe entre la fe de la comunidad y su lenguaje pone de manifiesto un problema. ¿Cuál es la recta comprensión de la Palabra que encuentra fe, el recto pensa- miento acerca de esta Palabra, la manera recta' de hablar de ella? Aquí el término «recto» no significa piadoso, edifican- te, inspirado e inspirador; ni tampoco significa algo que se ajusta a las categorías de la razón, del pensamiento y del len- guaje en la vida cotidiana. Aunque tales propiedades serían ciertamente muy adecuadas para el lenguaje de la comuni- dad, sin embargo no tienen significación decisiva para 10 que este lenguaje tiene que conseguir. Lo que está en juego es la búsqueda de la verdad. Fijémonos en que dicha búsqueda de la verdad no se le impone a la comunidad desde el mundo exterior (como se ha sugerido en buena parte en los tiempos modernos). La búsqueda no se impone en el nombre y por la autoridad de alguna norma general de la verdad o por algún criterio que sea universalmente proclamado como válido. Al contrario, se trata de algo que llega desde dentro, o más exac- tamente, desde 10 alto; procede de la palabra de Dios, que fun- damenta a la comunidad y a su fe. Por todo ello, la cuestión acerca de la verdad no se enun- cia de la siguiente manera que nos resulta hasta familiar: ¿Es verdad que existe Dios? ¿Dios ha efectuado realmente una alianza con el hombre? ¿Es Israel realmente su pueblo esco- gido? ¿Murió Jesús efectivamente por nuestros pecados? ¿Resucitó realmente de entre los muertos para nuestra justifi- cación? ¿Es efectivamente Señor para nosotros? Así es como preguntan los necios en su corazón, los necios que solemos ser constantemente cada uno de nosotros. En teología la cues- tión acerca de la verdad se plantea a otro nivel: La comuni- dad, ¿entiende rectamente la Palabra en su pureza como la verdad que es?, ¿comprende con adecuada sinceridad la Pa- labra que fue hablada en y con todos esos acontecimientos? ¿refleja cuidadosamente la Palabra y habla de ella en concep- tos claros?, ¿se halla la comunidad en condiciones de dar con responsabilidad su testimonio secundario y de hacerlo con buena conciencia? Tales son las preguntas que se le plantean a la comunidad, preguntas que son en realidad urgentes sólo 64 El lugar de la teología La comunidad 65 berán presentarse únicamente a la comunidad para que ella las considere como sugerencias bien ponderadas. Sin embar- go, la teología no permitirá que ninguna autoridad eclesiásti- ca obstaculice la realización sincera de su propia tarea critica. y 10 mismo habrá que decir de cualesquiera voces alarmadas que procedan del seno del pueblo de Dios. La tarea de la teo- logía es la de discutir libremente las reservas así como las propuestas de mejora que se le presenten en las reflexiones sobre el testimonio heredado por la comunidad. La teología dice credo, yo creo, juntamente con la comunidad actual y con sus padres. Pero dice credo ut intelligam, «creo a fin de entendeD>. Para que logre esa comprensión, habrá que conce- derle un determinado margen de libertad para el bien de la comunidad misma. Hay tres puntos en los que esta libertad resulta fundamental. 1. En primer lugar, un presupuesto tácito en nuestra últi- ma lección sobre el testimonio inmediato de la palabra de Dios es que nosotros sabemos quiénes son esos testigos. Pre- suponíamos que tanto la comunidad como la teología cono- cen la identidad de dichos testigos, los cuales, por ser testi- gos inmediatos, son autoritativos para la comunidad y para su servicio. Otra presuposición más es que sabemos qué es- critos han de ser leídos e interpretados como «Sagradas» Es- crituras, y han de ser reconocidos y respetados como la nor- ma teológica. En realidad, sabemos eso porque la teología es un servicio en la comunidad y para la comunidad, y por- que brota de la tradición de la comunidad. En esta materia la teología se atiene a aquella confesión que es quizás la más importante y de mayores consecuencias de todas las confe- siones de fe de la Iglesia, es decir, se atiene a la selección de diversos escritos que se confirmaron a sí mismos ante la co- munidad como testimonios proféticos y apostólicos genui- nos. Esta selección fue aceptada unánimemente por la co- munidad de los primeros siglos. El carácter de esos escritos como tales atestigua 10 que los padres de aquellos días reco- nocían y confesaban con fe en la palabra de Dios, cuya ima- gen yeco percibían en semejantes escritos. A este conoci- miento y confesión, la comunidad de los siglos sUgesivos se ha comprometido también a sí misma hasta nuestros días, y con ello ha tenido, en su totalidad, una positiva y fiel expe- riencia. Precisamente este canon tradicional es la hipótesis de trabajo a la que la teología ha de atreverse sencillamente en primer lugar. Y ha de hacerlo por la razón decisiva de que ella no puede rehusar adherirse a ese antiquísimo acto de fe, si es que quiere prestar un servicio en la comunidad y para la comunidad. Ahora bien, la tarea precisa de la teología es credo ut inte- lligam (<<creo para entender»). En el cumplimiento de esta ta- rea, la teología trata de captar y entender específicamente una cosa: hasta qué punto la colección de escritos canónicos re- conocidos entonces y más tarde es efectivamente el canon de la Sagrada Escritura. Pero ¿cómo podrá decidirse esta cues- tión, si no es mediante el conocimiento del contenido de tales escritos? ¿De qué otra manera podrá examinarse la rectitud del respeto tradicional hacia el canon, si no es practicando esa hipótesis de trabajo? ¿De qué otra manera podrá hacerse, si no es preguntando a los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento si en ellos se escucha efectivamente, y hasta qué punto, el testimonio auténtico de la palabra de Dios? Por tan- to, ¿de qué otra manera podrá hacerse, si no es por medio de una cuidadosa investigación de esos textos a la luz de esta pregunta, adentrándose en el círculo hermenéutico que re- sulta inevitable para la comprensión de tales textos? Dicha investigación no consiste en una prematura anticipación, si- no en la expectación del acontecimiento, un acontecimiento en el cual la autoridad de esos textos se anuncia a sí misma. De esta manera la teología ve, entiende y conoce que la in- vestigación del testimonio auténtico de la palabra de Dios es 66 El lugar de la teología La comunidad 67 fructífera únicamente si se realiza en el canon original. Sin embargo, la teología sabe también que esta búsqueda en el canon ha de realizarse con seriedad y total franqueza. Indu- dablemente, la teología camina a tientas, en gran medida, en medio de la oscuridad, contando únicamente con un conoci- miento gradual, variable y parcial. No obstante, incluso un conocimiento limitado puede proporcionar, como una mira- da a través del ojo de una cerradura, una visión de las rique- zas de la gloria de Dios, que se halla reflejada en la totalidad del testimonio bíblico. 2. En segundo lugar, el pensamiento y el lenguaje de la comunidad tienen tras de sí una larga historia que, de muchas maneras, es confusa y origina confusión. La atención de la comunidad a la voz del Antiguo y del Nuevo Testamento, y a la palabra de Dios atestiguada por esa voz, no fue siempre sensible y precisa. No siempre resistió a la tentación de escu- char también toda clase de voces extrañas, y a menudo de prestar atención casi enteramente a ellas -a la voz de la vieja serpiente-o Los dogmas, credos y confesiones de la comuni- dad son los documentos de su resistencia a esta tentación y, al mismo tiempo, lo son de su arrepentido regreso a sus propios orígenes. Son las confesiones de su fe, formuladas en oposi- ción a todas las clases de incredulidad, superstición y error. Si la teología no tomara en cuenta seriamente la tradición de la comunidad, condensada en esos documentos polémicos, en- tonces no prestaría un servicio en la comunidad y para la co- munidad. Al tratar de buscar igualmente la verdad hoy día, ha de mostrar respeto a la tradición y vivo deseo de aprender de ella. Ha de tomar nota de cómo una cosa fue ocasionalmente definida y proclamada como recta, y de cómo otra cosa fue anatematizada como errónea magno consenSU, por el consen- timiento de la mayoría de los padres, en tiempos en que se ex- tendían nubarrones sobre el testimonio cristiano. La teología tendrá ocasión, con mucha frecuencia, de admirar la sabidu- ría y determinación de los padres, adoptadas en su tiempo y que fueron significativas para todos los tiempos. Sin embargo, la significación de la tradición no debe ser admitida simplemente como cosa obvia. Credo, ¡sí!, pero credo ut intelligam. Ningún dogma o artículo del credo pue- de ser aceptado sin examen por la teología, tomándolo de la antigüedad eclesiástica; cada uno de ellos ha de ser medido, desde los comienzos mismos, contrastándolo con la Sagrada Escritura y con la palabra de Dios. Y en ninguna circunstan- cia la teología debe proceder a hacer suyas algunas proposi- ciones de fe, simplemente porque éstas son antiguas y se ha- llan muy difundidas y son famosas. Si la teología se halla comprometida seriamente con la búsqueda de la verdad, ten- drá que renunciar a granjearse el renombre y la fama de ser una «ortodoxia» fiel a la tradición. ¡No existe heterodoxia peor que esa ortodoxia! La teología no conoce y no practica más que una sola fidelidad. No obstante, esa única fidelidad demostrará quizás que es también fidelidad a las confesiones de fe de la Iglesia primitiva y a la Reforma en largos trechos del camino, basándose en el intellectus fidei, en la compren- sión que es característica de la fe. 3. En tercer lugar y finalmente, se requiere un breve co- mentario por el hecho de que la propia historia de la teolo- gía pertenece a la tradición que determina a la comunidad. Como en todas las consideraciones anteriores, la communio sanctorum puede y debe ser el punto de partida para la com- prensión, aunque esta hipótesis no sea fácil ni mucho menos de desarrollar (¡al menos, en este caso!). No obstante, hay que asumir el riesgo. La misma hipótesis y el mismo riesgo se aplican particularmente a la teología dominante del pasa- do, ya sea la de ayer o la de hace cincuenta años o la de ha- ce cien años. Una y otra vez, la comunidad se va acostum- brando a vivir de lo que se dijo en ella y de lo que se le dijo a ella en el día de ayer. Pero como es de esperar, la teología 68 El lugar de la teología ha ido avanzando mientras tanto. Y lo que ella supone saber, lo que se aventura a pensar y a decir hoy día, estará de acuer- do raras veces, de una manera completa, con lo que los pa- dres de ayer pensaron y dijeron. La probabilidad inmensa- mente mayor es que la más reciente teología se diferencie de lo que los padres de ayer pensaron y dijeron. Aunque esta tensión está justificada por la vigorosa naturaleza de la cien- cia teológica, sin embargo la teología hará bien en mante- nerse en contacto con sus predecesores. Para bien o para mal, la teología de ayer es una fuente burbujeante para la co- munidad y principalmente para la teología misma. Por eso hemos de escuchar con especial atención precisamente a aquellos padres de ayer, interpretándolos no sólo con arreglo a la norma crítica credo ut intelligam, sino también in opti- mam partem bona fide, sacando de ellos el mejor provecho. En modo alguno vamos a prescindir de los problemas que les interesaban; lejos de eso, vamos a seguir estudiándolos, me- ditándolos repetidas veces, considerando y reconsiderando los problemas que los padres se planteaban, aunque a la vez, claro está, vamos a situarlos en la perspectiva correcta. De lo . contrario, la teología podría terminar comprobando en sus propias carnes que los hijos de hoy sean mañana los redes- cubridores entusiastas y quizás los vengadores de sus abue- los. La labor de superar sus pasadas debilidades y errores, una labor que quizás se eompletó tan sólo en apariencia, ten- dría entonces que comenzar de nuevo desde el principio. ¡Lí- brenos de ello Dios nuestro Señor! 5 EL ESPÍRITU No nos pasa inadvertido el hecho de que, en las tres pa- sadas lecciones, nos hemos atrevido a hacer algunas afirma- ciones poco comunes acerca del lugar de la teología evangéli- ca. Consideradas en sí mismas, tales afirmaciones podrían ser, desde luego, tolerablemente distintas y comprensibles, rela- cionadas entre ellas mismas y también confirmadoras las unas de las otras. Sin embargo, contempladas en su totalidad y en sus detalles particulares, tales afirmaciones no estaban apoya- das obviamente por lo que de ordinario se denomina una bUe- na razón. De hecho, no podían derivarse de cualesquiera pun- tos situados fuera de la esfera de la realidad y de la verdad que ellas mismas representaban. No se fundaban en cualesquiera resultados de una ciencia general orientada hacia la naturale- za, el hombre, el espíritu humano o la historia, exactamente igual que no dependían de cualesquiera fundamentos filosófi- . coso Como el Melquisedec de quien se habla en la Carta a los hebreos, cada una de las sentencias y todas ellas en conjunto «no tenían ni padre ni madre ni genealogía». Si a pesar de to- do nos atrevimos a formular tales afirmaciones, ¿qué poder reconocíamos?, ¿cuál es el poder oculto en ellas, el poder que las funda y las ilumina? Para decirlo con otras palabras, ¿có- mo llega la teología a ocupar y mantener el lugar descrito por tales afirmaciones, un lugar que, para el que las contempla desde fuera, parece estar flotando en el aire? Vamos a recapitular brevemente, para ver con nitidez cuál es la situación de la teología. En nuestra segunda lección 74 El lugar de la teología El Espíritu 75 describen y explican todo ello -enunciados como los que nos atrevimos a formular en las tres lecciones anteriores-o No es de extrañar que, desde el punto de vista de un extraño, esas afirmaciones parezcan flotar en el aire, clamando al parecer por seguridades. ¿Será verdad que todas estas cosas sucedan sólo desde el punto de vista de un extraño? ¿Y que tales enunciados pa- rezcan suspendidos únicamente en el aire? Precisamente en este punto hemos de seguir reflexionando, si queremos lla- mar por su nombre a ese poder soberano. La frase que habla de «estar suspendido en el aire», ¿será algo que supuesta- mente deba caracterizar a la teología sólo en su aspecto ex- terno?, ¿pertenecerá tan sólo aparentemente a la teología, como algo probablemente dañino, de lo que la teología deba desasirse lo antes posible? Sin embargo, lo de «en el aire» podría significar ante todo el fluir fresco y saludable del aire, . en contraste con el aire inmóvil y sofocante de una habita- ción. Y lo de «suspendido» en el aire podría significar tam- bién el estar en disposición de ser movido, trasportado e im- pulsado por el fluir de ese aire. ¿Quién desearía realmente que las cosas fueran de otra manera? Sería nota característi- ca de la teología ser trasportada e impulsada por ese aire po- derosamente agitado y agitador, existir suprema y decisiva- mente en él como en su lugar originario. Yeso por la sencilla razón de que tal mover y ser movido es también el lugar de la comunidad que vive por la palabra de Dios; y en sentido más elevado, el lugar donde los testigos perciben directamente y trasmiten la palabra de Dios; y en sentido más elevado toda- vía, el lugar donde la historia del Emmanuel, como obra de Dios, llega a ser la palabra de Dios. Todo eso tiene lugar en el ámbito de ese aire que es movimiento y que mueve libremen- te, de ese viento suave o también tempestuoso que es la di- vina spiratio e inspiratio. Según la Biblia, la divina «espira- ción» e «inspiración» son el poder eficaz de Dios, por el cual Dios se revela libremente a los hombres, haciéndolos accesi- bles a Él mismo, y liberándolos de esta manera para Él. El nombre bíblico de este poder soberanamente eficaz es Ruah o Pneuma. Y ambos términos significan específicamen- te aire movido y que mueve; significan soplo, viento, también probablemente tempestad, y en este sentido portan el signifi- cado de espíritu. En el término latino Spiritus, y también en el francés Esprit, este significado se reconoce claramente. En in- glés el significado no resulta claro en el térÍnino Ghost, que se aproxima desafortunadamente al sentido de «fant~sma». En alemán, por desgracia, el término Geist es un vocablo en el que no se trasparenta el significado dinámico del término bíblico. Pero nosotros entenderemos el término según aquella afirmación bíblica: «Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Cor 3, 17). La libertad de la que hablamos es la libertad de Dios para revelarse a sí mismo a los hombres, pa- ra hacer que los hombres,puedan acceder a Él, y para hacer- los de esta manera libres para Él. Quien hace todo esto es Dios el Señor, que es el Espíritu. Hay también otros espíritus: los espíritus creados buenos por Dios, como el espíritu que es natural del hombre; aunque también hay espíritus demonía- cos, que yerran y que hacen errar, espíritus negativos que no merecen sino ser expulsados. Ahora bien, ninguno de esos es- píritus es el poder soberano del que hablamos. De ninguno de ellos, ni del mejor que haya entre ellos, puede decirse que donde están ellos, allí hay libertad. A todos ellos hay que pro- barlos; hay que ver cuál es la dirección de su soplo, cuál es su fuente, si viene de arriba de abajo. Pero, sobre todo, hay que distinguirlos incesantemente del Espíritu que, actuando con aquella libertad divina, crea la libertad humana. En el credo niceno, al Espíritu se lo llama «el Santo, el Señor y el Dador de vida». Y más adelante se dice de Él «que procede del Pa- dre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». Esto quiere decir que el Espíritu es Dios 76 El lugar de la teología El Espíritu 77 mismo -el mismo único Dios que lo es también el Padre y el Hijo, y que actúa como el Creador, pero también como el Re- conciliador, como el Señor de la alianza-o Y, como este mis- mo Señor, Él mora ahora, ha morado y morará en los hom- bres. Él mora no sólo entre los hombres, sino también dentro de ellos mediante el poder iluminador de su acción. Es ese ai- re que fluye y esa atmósfera que mueve, en la cual los hom- bres pueden vivir, pensar y hablar totalmente libres de presu- posiciones; no en vano, son hombres que conocen al Espíritu y son conocidos por Él, hombres llamados por Él y obedien- tes a Él, hijos suyos engendrados por su Palabra. Según la segunda versión bíblica de la creación, Dios so- pló en el ser humano «el hálito de vida», el espíritu propio del hombre. Así es como el Espíritu «habló por los profetas», se- gún otra frase del credo niceno. De esta manera, Juan Bautis- ta vio al Espíritu descender, en el Jordán, sobre Aquel que, en solidaridad con todos los pecadores, aceptó sobre sí el bautis- mo de arrepentimiento. De esta manera el Espíritu fue el ori- gen de la existencia del Hijo en el mundo de los hombres, del Hijo que fue conceptus de Spiritu Sancto, concebido por obra del Espíritu Santo. De esta manera, el Espíritu fue el origen del apostolado que proclama al Hijo, y fue el origen de su na- ciente comunidad. Según el libro de los Hechos, «de repente vino del cielo un ruido, semejante a un viento impetuoso, y llenó toda la casa donde ellos se encontraban». Por este poder los discípulos fueron capacitados para hablar de las obras po- derosas de Dios y para ser entendidos inmediatamente inclu- so por los extranjeros que se hallaban presentes y que habían venido de todos los rincones del mundo. De esta manera fue como ellos hablaron. Y aunque causaban la impresión de que hablaban como estando bebidos, sin embargo el resultado de este spirare e inspirare fue que la Palabra fue escuchada y aceptada por tres mil personas. El Espíritu mismo se hallaba presente, Dios el Espíritu, el Señor que es el Espíritu. Tal fue su irrupción, su impulso, su testimonio de «lo que es en Dios» y de «lo que nos ha sido dado por Dios», de su poder que sus- cita y produce la confesión: ¡Jesús es el Señor». El Espíritu fue el que con su existencia y acción hizo que fuera posible y real (y posible y real hasta nuestros mismos días) la existencia del grupo de los cristianos en el mundo. Hasta este mismísimo día el Espíritu está llamando a la exis- tencia a cada cristiano individual, haciendo de él un testigo que cree en la palabra de Dios, que la ama y está lleno de es- peranza en ella. El Espíritu hace esto ciertamente y de mane- ra irresistible (porque el querer resistirse a Él, cuando Él se presenta y actúa, seria un pecado imperdonable), porque Él es quien lleva a cabo tales cosas. «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo» (Rom 8, 9). Está bien claro que la teología evangélica únicamente puede ser teología pneumática, espiritual. Tan sólo en el ám- bito del poder del Espíritu, la teología podrá realizarse como ciencia humilde, libre, crítica y gozosa acerca del Dios del Evangelio. Tan sólo con la valerosa confianza en que el Es- píritu es la verdad, la teología podrá a la vez plantear y res- ponder a la cuestión acerca de la verdad. ¿Cómo llega la teología a ser teología, es decir, lógica hu- mana del Logos divino? La respuesta es que ella no llega a serlo en absoluto. Lejos de eso, la teología puede experimen- tar que ese Espíritu se acerca a ella y viene sobre ella, y que la teología entonces, sin resistirse pero también sin adquirir po- der sobre el Espíritu, simplemente se goza y obedece al poder del Espíritu. La teología no-espiritual, ya actúe en los púlpitos o en las cátedras o en las páginas impresas o en «diálogos» en- tre teólogos consagrados y noveles, sería uno de los más terri- bles sucesos entre todos los sucesos terribles que acontecen en esta tierra. Sería tan malo, que no admitiría comparación si- quiera con los peores editoriales políticos de los periódicos o con las más escandalosas novelas o películas o con las peores 78 El lugar de la teología El Espíritu 79 maldades nocturnas de los alborotadores. La teología llega a ser no-espiritual cuando se cierra o se pone a cubierto del ai- re fresco que fluye del Espíritu del Señor, que es donde ella puede únicamente prosperar. El Espíritu desaparece cuando la teología se encierra en espacios cuyo aire viciado le impide ser y hacer lo que ella puede, debe y tiene que hacer. La desaparición y ausencia del Espíritu puede experi- mentarla la teología de dos maneras. La primera posibilidad es que la teología -tanto la primi- tiva como la excesivamente cultivada, la anticuada como qui- zás la absolutamente de moda-, incluso aquella que es pues- ta en práctica con mayor o menor celo, inteligencia e incluso piedad, considere en todo ello de vez en cuando el problema del Espíritu Santo; pero no tenga la valentía y la confianza para someterse a sí misma sin temor y sin reservas a la ilumi- nación, exhortación y consuelo del Espíritu, y se niegue a de- jarse conducir por Él a la verdad plena. Con tal negativa, la teología, en sus investigaciones, pensamientos y enseñanzas, deja de tributar el honor debido al Espíritu del Padre y del Hijo, que fue derramado, también para ella, sobre toda car- ne. Es entonces cuando la teología tiene, en algunas ocasio- nes, miedo al Espíritu; sin embargo, en otras se comporta es- túpidamente, pretendiendo quizás saberlo todo mejor que nadie, o se sitúa obstinadamente en oposición abierta al Espí- ritu. Tan pronto como el Espíritu comienza a agitarse en su interior, la teología teme estar cayendo en el fanatismo; en- tonces comienza a deambular por el historicismo, el moralis- mo, el dogmatismo o el intelectualismo, «sin sospechar que en torno suyo hay verdes y agradables praderas». Si la teología plantea y responde a la pregunta acerca de la verdad, con el estilo y a la manera que acaba de indicarse, en- tonces no podrá prestar ningún servicio a la comunidad, la cual, al igual que la teología, depende totalmente del Espíritu Santo. ¡SUS resultados serán justo los contrarios! Si la teología se halla en la misma situación que los discípulos de Juan Bau- tista en Éfeso, los cuales no sabían siquiera si había Espíritu, entonces será inevitable que la teología abra sus puertas a cualquier espíritu posible, diferente y extraño, que no tenga otra finalidad que la de perturbar y destruir a la comunidad, a la Iglesia y a la teología misma. ¡No dejarán de producirse ne- cesariamente consecuencias desagradables! La crítica huma- na, las burlas y las acusaciones no ayudarán, desde luego, a la teología que se halle en tal tesitura. jSólo el Espíritu mismo podrá salvar a la teología! Él, que es el Santo, el Señor, el Da- dor de vida, aguarda sin cesar a ser recibido de nuevo por la teología y por la comunidad. Aguarda a recibir de la teología la adoración y la glorificación que le son debidas. Espera que la teología se someta al arrepentimiento, a la renovación y a la reforma que Él efectúa. Espera para vivificar las afirmaciones de la teología, las cuales, por correctas que sean, están muer- tas cuando no son vivificadas e iluminadas por el Espíritu. La segunda posibilidad es que la teología conozca muy bien el poder vital del Espíritu, imprescindible para los cris- tianos en su conjunto, para cada cristiano en particular y tam- bién para la teología. Pero precisamente por este conocimien- to familiar, es posible que la teología falle nuevamente en lo que se refiere a reconocer la vitalidad y la soberanía de este poder, que no se puede domesticar en absoluto. En tal situa- ción, la teología olvida que el viento del Espíritu sopla adon- de quiere. La presencia y la acción del Espíritu son la gracia de Dios, el cual es siempre libre, siempre superior, siempre dador de sí mismo de manera inmerecida e incalculable. Pero la teología supone en esos casos que puede tratar con el Espí- ritu como si lo hubiera arrendado o incluso como si hubiera tornado posesión de Él. Se imagina que el Espíritu es un poder de la naturaleza que es posible descubrir, dominar o ser apro- vechado por el hombre, como el agua, el fuego, la electricidad y la energía atómica. Así como una Iglesia necia presupone 84 La existencia teológica La admiración 85 Si alguien no se encuentra lleno de asombro y admiración cuando tiene que vérselas de una u otra manera con la teo- logía, entonces habrá que sugerirle que considere de nuevo, desde cierta distancia y sin juicios previos, lo que está impli- cado en esta empresa. Lo mismo habrá que decir de cualquie- ra que, después de algún tiempo, logre no asombrarse ya cada vez que se ocupa de este tema. Sin embargo, puede que al re- considerar el tema tal persona descubra que dicho asombro fluye en él de una manera nueva, o quizás incluso por vez pri- mera. Mas si resultase que tal admiración continuara siendo o llegase a ser completamente extraña a él, lo mejor sería que esa persona dedicara su tiempo a cualquier otra ocupación. Un asombro totalmente específico se halla al comienzo de toda percepción, investigación y pensamiento teoIügicos, e incluso de todo término teológico. Este asombro es indis- pensable para que la teología exista y se renueve perpetua- . mente como una ciencia modesta, libre, crítica y gozosa. Si faltase semejante asombro, entonces toda la empresa, inclu- so la del mejor teólogo, estaría enferma en su misma raíz. Por otro lado, mientras un teólogo, aunque sea un pobre teó- logo, consiga asombrarse, no dejará de estar cumpliendo su tarea. Una tarea que, por otra parte, seguirá siendo útil mien- tras exista la posibilidad de que el asombro, como un hom- bre armado, se apodere de él. En términos generales, la admiración se produce cuando alguien encuentra un fenómeno espiritual o natural con el que nunca se había visto antes. De entrada, es algo desacostum- brado, extraño y novedoso para él. No es capaz, ni siquiera provisionalmente, de asignarle un lugar en la esfera anterior de sus ideas acerca de lo posible. En principio, puede indagar únicamente cuál es su origen y su esencia. Hasta este punto el concepto de admiración es idéntico al socrático thaumazein, es decir, una admiración asombrada, a la vez que es receptiva y ansiosa de aprender. Se ha dicho con razón que este asom- bro socrático es la raíz de toda ciencia verdadera. El sentido en que hemos introducido aquí el concepto implica por otra parte un deseo asombrado y receptivo de aprender. Sin em- bargo, nuestro concepto supone mucho más que unaprovisio- nal vacilación e indagación con respecto a un fenómeno de- sacostumbrado, extraño y nuevo. Tales fenómenos, en el curso del progreso científico, se irán haciendo -más tarde o más temprano- ordinarios, familiares y, en esta medida, antiguos y bien conocidos. Entonces dispensarán de nuevo al hombre de sentir admiración, permitiéndole desviar su atención hacia otros fenómenos que, aunque al principio sean asombrosos, dejarán de serlo más tarde o más temprano. Una clase diferente de admiración se apodera del hombre cuando se adentra en la teología. Desde luego, este asombro obliga a un hombre a admir~se y le impulsa a aprender. Pe- ro en la admiración teológica existe una total imposibilidad de que el individuo termine de aprender algún día sus leccio- nes, de que lo nuevo pueda aparecer como antiguo y familiar, de que lo extraño pueda llegar a ser algo que se domestique completamente, Si un hombre pudiera domesticar esa admi- ración, entonces no se habría adentrado en la teología, o ha- bría vuelto a salirse de ella. De la admiración que constituye la sana raíz de la teología, jamás podrá salirse el hombre. El objeto de la teología nunca resulta rutinario al hombre, como ocurriría con un objeto ordinario del mundo. Lejos de eso, in- cide en él constantemente sobre el vértice de sus reflexiones, por grande que sea ese círculo. El progreso de la ciencia pue- de significar aquí únicamente que la vacilación y la indaga- ción teológicas ante el objeto de la teología van sobreponién- dose cada vez más. Esta admiración hacia el objeto, lejos de dejar libre al hombre alguna vez y de alguna manera, se irá apoderando progresivamente de él. Si el hombre llega a estar cada vez más sorprendido, entonces se convertirá de forma total e irrevocable en una persona capaz de admirar. 86 La existencia teológica La admiración 87 La «admiración» [J0rwinderung] surge ante aquelló que es «prodigioso» [Wunder]. Todo el que comience a ocuparse de la teología, se ocupará -<lesde el primer paso hasta el últi- mo-- de lo prodigioso. Los prodigios son la aparición, la pre- sencia y la actividad de lo que es básica y definitivamente in- compatible con e inasimilable a la norma de la experiencia común. La teología es por naturaleza la lógica de los prodi- gios, pero no es solamente la lógica de los prodigios. Dejaría de ser teología si se avergonzara del hecho de que es por com- pleto incapaz de categorizar a su objeto. No sería teología si se negara a afrontar el problema que esta incapacidad plantea. En este punto resulta muy instructivo echar una ojeada a los relatos bíblicos de prodigios o milagros. Tales relatos de- sempeñan un papel llamativamente importante en el testimo- nio bíblico de la obra y de la palabra de Dios. En el sentido propio del término bíblico, los «milagros)) son aquellos su- cesos en el tiempo y en el espacio que no tienen analogías. Definidos provisionalmente y de manera no técnica, son acontecimientos que no tienen lugar en la conexión causal, universalmente conocida e ininterrumpidamente reconocida, de sucesos espaciales y temporales. Su verificación «históri- ca)) (en el sentido moderno de este término) puede consistir tan sólo, al parecer, en la observación y descripción del hecho cierto de que, en un lugar conocido históricamente, se cuen- ta que han sucedido acontecimientos de esta clase. Cualquier cosa que vaya más allá de esta observación, sea positiva o ne- gativa, sobrepasaría los límites de tal verificación histórica. Ahora bien, los relatos referidos en concreto tales sucesos forman parte integrante del testimonio bíblico que ha tenido lugar en la historia por el pacto de gracia. Este testimonio y su contenido se violarían si los relatos bíblicos fueran reduci- dos al nivel de diferentes clases de sucesos. Los relatos bíblicos, por ejemplo, podrían identificarse con sucesos que pueden entenderse o que son «naturalmente explicables» dentro de las relaciones causales generalmente familiares y reconocidas como ininterrumpidas. O podría ha- cerse caso omiso de ellos, como si no hubieran sucedido, sim- plemente porque están descritos como tales acontecimientos incomparables. Por la misma razón, podrían ser reinterpreta- dos como expresiones simbólicas de sucesos que en realidad fueron tan sólo inmateriales, o como expresiones desbordan- tes de la fe asombrada de los testigos bíblicos. La teología no puede emplear ni la primera, ni la segun- da, ni la tercera de las interpretaciones precedentes. No pue- de permitirse a sí misma apartarse de la cuestión acerca de la obra y de la palabra de Dios que se reflejan en el testimonio bíblico tal como fue pranunciado. Aquellos teólogos y no teólogos persiguen lo imposible y lo absurdo cuando suponen que la búsqueda de la verdad confiada a la teología ha de identificarse con una investiga- ción en tomo a la posibilidad, verificabilidad y explicabili- dad de los acontecimientos que constituyen la estructura del mensaje de la Biblia. Lejos de eso, la teología ha de recono- cer que las historias bíblicas de milagros poseen un lugar esencial en el conjunto de la historia narrada y explicada por profetas y apóstoles. La teología ha de ocuparse de la tarea de averiguar cuál es exactamente el lugar, el papel y la relevancia de tales relatos. Hay teólogos que se postran de hinojos ante los criterios de la historiografia moderna. Están sumamente dispuestos a etiquetar y eliminar los relatos de milagros, con- siderándolos leyendas o sagas. Hay otros que, aunque su ac- titud ante los milagros es menos escéptica, piensan y juzgan desde dentro del marco y del carácter especial del testimonio bíblico; sin embargo, siguen preocupándose también de la his- toria. Ambos grupos no tienen posibilidad de negar lafunción esencial y necesaria realizada por los relatos de milagros en el conjunto y en determinadas partes que son decisivas en el mensaje bíblico. ¿Cuál es el papel de esos relatos? 88 La existencia teológica La admiración 89 En cuanto relatos fundamentalmente asombrosos, fun- cionan en primerísimo lugar y de manera formal como una especie de señal de alarma, razón por la cual el Nuevo Tes- tamento suele designarlos como «señales» (o «signos»). Es- parcidos en ocasiones abundantemente y en otras más esca- samente a lo largo de la historia del Ernmanuel, ponen en alerta a los oyentes y lectores sobre un hecho central: esta his- toria versa sobre un acontecimiento fundamentalmente nue- vo, el cual, aunque sucede indudablemente dentro del tiempo y del espacio, no debe identificarse con otros sucesos que se producen dentro de los límites del tiempo y del espacio. Este acontecimiento brota en medio de ellos, y no es una especie de continuación de lo que, por lo demás, ha sucedido o sigue sucediendo en el tiempo y en el espacio. La Palabra que ha ha- blado y que habla en esta historia es una Palabra fundamen- talmente nueva. Aunque indudablemente existe en el tiempo y en el espacio, puede ser escuchada sólo dentro de esta histo- ria, y no puede compararse con ninguna otra clase de palabras. Cuando los relatos bíblicos de milagros suscitan seria y rele- vante admiración, pretenden hacerlo así como señales que son de algo fundamentalmente nuevo, no como una violación del orden natural de la existencia, que es por lo general conocido y reconocido. De esta manera suscitan aquel tipo de admira- ción, a la cual nadie puede sustraerse una vez que se ha aden- trado en el estudio del tema de la teología. Ahora bien, ¿cuál es el nuevo elemento destacado por esos relatos de milagros? Puesto que el asombro podría ser algo así como un maravillarse, sin comprender y con la bo- ca abierta, ante el portentum o stupendum como tal, ¿hacia qué señalan las siguientes frases?: «¡Levántate, toma tu ca- milla y vete a casa!»; «¡Sal de este hombre, espíritu inmun- do!»; «¡Cállate! ¡Enmudece!», como se mandó al viento tempestuoso del lago embravecido; «¡Dadles vosotros de co- mer!», como se dijo a la vista de las cinco mil personas que se hallaban hambrientas en medio del desierto; «¡Lázaro, sal afuera!»; «¡Él ha resucitado, no está aquí!». Según el testi- monio bíblico, lo que sucedió después de tales exclamacio- nes fue siempre un cambio en el curso ordinario del mundo y de la naturaleza, un curso que amenazaba y oprimía al hombre. Aunque esos cambios eran aislados y temporales, sin embargo eran radicalmente auxiliadores y salvadores. Las cosas que sucedieron eran promesas e intimaciones, an- ticipaciones de una naturaleza redimida, de un estado de li- bertad, de una clase de vida en la que ya no habría tristeza, ni lágrimas, ni llantos, y en la que no existiría ya la muerte, que es el último enemigo. Lo que se comunica bajo la forma de estas pequeñas luces es siempre el esplendor reflejado pro- veniente de la gran luz que se acerca a los hombres del pre- sente bajo la forma de la esperanza: «¡Levantad vuestras ca- bezas, porque se acerca vuestra redención!» (Lc 21, 28). Este resplandecer de la luz de la esperanza es lo realmente nuevo; es el elemento realmente sorprendente en los relatos bíblicos de milagros. Sin embargo, esos relatos son tan sólo un elemento del testimonio bíblico acerca de la historia del Ernmanuel, aun- que, desde luego, son indispensables y no deben pasar inad- vertidos. Esta historia no se agota en el hecho de que tales re- latos sucedan dentro de ella. Lo que se revela en ellos es únicamente la novedad de la historia y el consuelo integral que aporta. Esta historia es el anuncio de un nuevo cielo y de una nueva tierra. Estos relatos son tan sólo las señales del nuevo elemento que tiene su origen en esta historia, que se inicia entonces y continúa apresurándose hacia su meta; no son en sí ese nuevo elemento. Por tanto, el nuevo aconteci- miento no es el agua convertida en vino en las bodas de Ca- ná, o el joven que fue devuelto a su madre, deshecha en lá- grimas, en Naín, o el alimento que se dio a las cinco mil personas en el desierto, o el lago de Galilea en donde fue cal- 94 La existencia teológica mo algo desconocido, como una persona diferente, como un extraño, cuando se me considera digno de permitírseme y cuando se me exige que me admire en relación al prodigio de Dios. Y esto es lo que sucede cuando llego a interesarme por la teología. Con esta concesión y esta exigencia de admirar- me, ¿cómo podría mi existencia llegar a ser jamás un hecho cotidiano, familiar y rutinario? ¿Cómo este atributo 4e mi ' existencia podría llegar a ser jamás trasparente para mí? El llegar a ser y el ser un teólogo en el sentido estricto o amplio del término, no es un proceso natural, sino un hecho incomparablemente concreto de la gracia. Y lo es así, preci- samente por la admiración radical y fundamental por la cual resulta posible únicamente que una persona pueda llegar a ser y sea teólogo, mientras que mirándose tan sólo a sí mis- mo, un hombre no puede reconocerse a sí como receptor de la g~acia y, en consecuencia, no puede complacerse y sentir' ,0rgullQ de sí mismo. Como receptor de la gracia, un hombre p~ede actuarcsolaplénte realizando actos d~~ratitud. Si al- ' guien-imaginará-que puede verse a sí mismo como merece- dor de la gracia, lo mejor que podría hacer seria decir adiós a la teología y dedicarse a alguna otra clase de activi4ad. En ella podría cerrar sus ojos (si pudiera hacerlo) al prodigio de Dios, y por tanto no necesitaría admirarse acerca de sí mis- mo (si es capaz de hacerlo). Pero tal vez el hombre no en- . cuentre ninguna otra actividad en la que pueda 'esqlllivar efi- caz y definitivamente a la teología, al prodigio de Dios, y, por consiguiente, en la que pueda esquivar su asombro por ese prodigio y por lo que él mismo es. 7 EL VERSE AFECTADO ¿Admiración? Si este concepto ha de ser una descripción adecuada de aquello que hace que un teólogo sea un teólogo, entonces exige una delimitación y profundización concretas. Incluso en la interpretación amplia que hemos dado, el he- cho de «admirarse» podría entenderse erróneamente como un simple hecho de «mirar con asombro entusiasmado». El mirar con asombro entusiasmado es algo con signifi- cación teológicll considerable y quizás con futuro. Johann , Gottfried Herder leyó la Biblia y la interpretó con asombro entusiasmado a la manera de un documentode la antigua poe- sía oriental. Y después de largas décadas de una Ilustración totalmente árida, tal ml,Jllera de contemplar la Biblia fue pa- ra rimchos una posibilidad estimulante y excitante. El joven Schleiermacher, a su vez, exhortaba a aquellos que despre- ciaban desde la cultura la religión a que se asombrasen ante el fenómeno religioso en general. Un siglo más tarde, lo que nos interesó sobremanera 'a nosotros, los jóvenes de aquella época; de las obras de Duhm o de Gunkel, fue el asombro en- tusiasmado con que ellos contemplaban, al menos, a los pro- fetas y los salmos, considerándolos indudablemente como el punto culminante del mundo del Antiguo Testamento. Paul Wemle era considerado por sus discípulos como un maestro inolvidable debido a su asombro entusiasmado (siguiendo las huellas de Thomas Carlyle) ante la persona humana de Jesús y también (con algunas pocas reservas) ante el apóstol 96 La existencia teológica El verse afectado 97 Pablo, ante los reformadores y ante una multitud de figuras de la historia eclesiástica que congeniaban con su manera de ser. Por otra parte, también Rudolf Otto fue capaz de descri- bimos de una manera bastante impresionante «lo santo» (das Heilige) como unfascinosum. Claro que en todo eso no se trataba más que de un mero «asombro». Había en todo ello cierta justificación por el hecho de que el concepto de «expé- riencia», puesto de moda por Wilhelm Herrmann y por otros, se hallaba en boca de todos nosotros hacia el año 1910 Yse- ñalaba hacia algo más que un mero asombro. Pero, sea como sea, la teología no puede ni debe contentarse en cualquier ca- so con un mero asombro, si es que quiere seguir siendo un ' asunto serio. Lo que en la lección anterior calificamos como la ine- vitable admiración que la teología siente, no tolera que seta entienda únicámente como una especie de sensibilidad inte:' lectual. Esto seguiría siendo verdad, incluso si el tema de la 'teología -trascendiendo la trayectoria, antes mencionada, de la modeÍna teología protestante- no fuera simplemente la ad-' miración hacia personalidades religiosas o hacia la vida y la conducta religiosas, sino la admiración hacia el prodigio que , es Dios mismo. Desde luego, como sabía ya Anselmo de Can~, terbury, puesto que hay una belleza de Dios, hay también una pulchritudo de la teología que no p~ede pasamos inadvertida. Pero la observación teológica de Dios no puede ser una ob- servación genial y etérea. La teología no puede ser una com- placiente contemplación (o incluso una contemplación intere- sada y quizás fascinada) de un objeto. Porque, en definitiva, la actitud del sujeto más o menos arrebatado hacia este objeto, seguiría siendo una actitud indiferente o escéptica o incluso despreciativa. Si este objeto permitiera que su contemplador se protegiera a sí mismo detrás de una empalizada de reser- vas, entonces tal admiración hacia el prodigio de Dios no se- ría la admiración de la que estamos hablando. Si este objeto suscita una admiración del tipo de la que hemos descrito, tras- formando al hombre implicado en ella en un sujeto profunda- mente asombrado y admirador, entonces esa persona se verá también afectada por semejante contemplación. Aquí tene- mos la ulterior determinación de la existencia teológica que ha de ocupar ahora especialmente nuestra atención. Si un hombre se implica de lleno en la ciencia teológica, entonces el objeto de esa ciencia no le permitirá distanciar- se a sí mismo de ella, ni tampoco podrá pretender poseer in- dependencia y aut~su(iciencia autárquica. Esa persona- ya se encuentra implicada en la teología, aunque las razones para su implicación hayan sido muy superficiales o incluso ex- traordinariamente ingenuas. Desde luego,_ élno sabía de an- temano el riesgo' que estaba corriendo, Y- no comprenderá nunca plenamente ese riesgo. Pero, de todos modos, dio ese paso. Por tanto, dicho individuo es un teólogo, porque se ve confrontado a sí mismo con ese objeto. Su corazón es dema- siado recalcitrante y temeroso, y su mente demasiado débil, pero él no es capaz sin más de escamotear ese d'bjeto. Las consecuencias no pueden seguir evitándose. Este objeto le inquieta -y. no sólo desde lejos, a la manera en que un resta- llante relámpago en el horizonte puede inquietamos-o Este obJeto le busca y le encuentra precisamente donde él está, y allí precisamente es donde este objeto le ha buscado y en- contrado. Le ha hallado, le ha encontrado y le ha desafiado. Le ha invadido; le ha sorprendido y le ha capturado. Se ha apoderado de él. En cuanto a él, la luz le «enfocó», fue saca- do de entre los espectadores y llevado al escenario. Lo que se supone que él va a hacer con ese objeto, ha llegado a es- tar completamente subordinado a la otra cuestión acerca de cómo él ha de actuar ahora que este objeto pretendía tener que ver algo con él y evidentemente ha llegado a tener que ver algo con él. Antes de que el individuo conozca algo en absoluto, se encuentra a sí mismo conocido y, consiguiente- 98 La existencia teológica El verse afectado 99 mente, suscitado y llamado al conocimiento. Él se ve llama- do a «investigar» iforschen) porque él se encuentra a sí mis- mo «examinado» (erforscht), a pensar y reflexionar, porque llega a ser consciente de que alguien está pensando en él, a hablar, porque él oye que alguien le está hablando, aun antes de que él pueda tartamudear y menos aún expresar alguna frase coherente. En resumen, él se encuentra a sí mismo li- . berado; liberado para que se ocupe de ese objeto mucho an- tes incluso de que él pueda reflexionar sobre el hecho de que existe tal libertad, y aun antes de que él haya hecho un uso inicial, vacilante e inexperto de ella. Él no tomó parte en es- ta liberación, pero lo que sucedió es que él fue hecho parti- , cipante directo de esa libertad. Cuando él mojó la punta de . su pie en las aguas de ese Rubicón o Jordán (o de cualquier ~ manera que se llame el río), entonces el individuo se vio im- pulsado y autorizado para cruzar a la otra orilla. Tal vez con gesto ceñudo, confundido y estremecido, y desde'luego de manera completamente incompetent~, él se ve, no obstante, trasladado a la otra orilla, de la cual-no hay ya retomo. El he- cho es ahora: Tua res agitur! (<<¡El asunto te afecta!»). ¿Qué es lo que estoy describiendo aquí? ¿La génesis y la existencia de un profeta? jNo, sino sencillamente el carácter -enteramente peculiar- del origen y de Hi vida del teólogo! ¿De algún gran teólogo? ¡Absurdo! Porque ¿qué significa aquí «grande»? Puede haber grandes juristas, médicos, inves- tigadores de la naturaleza, historiadores y filósofos. Pero no hay sino pequeños teólogos, un hecho que, de paso, es funda- mental para los «existenciales» de la teología. Aun el que es pequeño en el campo de la teología, quedará sobrecogido por este objeto. Nadie se interesa por esta ciencia, incluso en la más remota esfera de su actividad o incluso como un torpe aficionado, sin que este objeto se sobreponga de manera irre- sistible sobre él. Aunque no llegue a poseerlo en absoluto, ningún hombre se encuentra confrontado con este objeto, sin que llegue a estar poseído por él. El teólogo, por su parte, lle- ga a ser -voluntaria o involuntariamente, consciente o incons- cientemente, pero de manera muy definida- no sólo una per- sona fascinada, sino también una persona afectada. Tua res agitur! (<<jEl asunto te afecta!»). ¿Que sigDifica tua? Trataremos de dar tres respJlestas, que nuevamente es- tán relacionadas entre sí como tres círculos concéntricos. Las tres representan básicamente una sola respuesta, pero cada una de ellas tiene su propio peso en su ,propio lugar y según su propio modo. 1. La e~istencia teológica, al igual que la existencia de cualquier ser humano, es existencia 'en el «eón» actual del cosmos. Ocupa una fracción específica del tiempo del mun- do, el cual no ha llegado todavía a su fin. Es como un esla- bón en la cadena de las generaciones, que se van continuan- do sin cesar, de la estirpe humana, un eslabón que hoy día se ve sometido a tensiones y cuya durabilidad se pone a prueba.... Vive y persevera en su propia situación como un sujeto acti- vo' y pasivo de la historia del hombre y de la sociedad. El hu- milde teólogo existe, al igual que todos los demás hombres, como una criatura a la que se le han asignado sus particula- res posibilidades por su situación y su determinación cósmi- ca. En su mundo circundante, él se ve acosado por sus pro- pias necesidades concretas, pero de una manera o de otra él tiene también una participación en determinadas tareas y es- peranzas. Aunque su sitúación concreta no le aporta ninguna ventaja, él no tiene tampoco ninguna desventaja en relación con todos los demás hombres. No esni más poderoso ni más débil que todos ellos. Pero el teólogo se ve confrontado con la palabra de Dios, que se expresa y puede oírse en la obra de Dios. Yeso es lo que él no puede suprimir. Consciente o inconscientemente, él, como teólogo, se ha expuesto a sí mismo a esa Palabra. En todo caso, él no pue- de ocultarse a sí mismo el hecho de que esa Palabra está di- 104 La existencia teológica El verse afectado 105 circunstancias se ve impelido a hablar, en ambos aspectos muy nítidamente pero también muy serenamente, sobre pun- tos más o menos importantes. Y ello lo hace no porque sea personalmente un individuo muy importante o incluso muy descollante y de variados talentos, sino porque la única Pala- bra del único Señor soberano de toda la comunidad de los cristianos le ha visitado a él de tal manera que no puede elu- dir la visión de la única cosa por la cual el pueblo de Dios puede y debe solamente vivir. El único Señor que está por en- cima de todas las formas y situaciones que caracterizan al conjunto de los cristianos, ha llegado a él tan frontalmente -a él, que es un «modesto» teólogo-, para señalarle su función dentro de la comunidad, de la cual no puede desentenderse, y menos aún poner como excusa las supuestas o reales fuerzas y debilidades, alturas y profundidades de su vida. El juicio pronunciado sobre la comunidad por esta Palabra recae tam- bién sobre él; sin embargo, él se ve elevado a su vez por la..- promesa dada a la comunidad, y sellada por el hecho de que . ella pueda vivir de esta Palabra. 3. La existencia teológica es en último término la exis- tenciapersonal del «modesto» teólogo. Él no sólo existe en el mundo y no sólo existe en la comunidad, sino que existe tam- . bién sencillamente consigo mismo. Y puesto que la palabra de Dios, que es el objeto de la teología, se preocupa del mundo y de la comunidad que existe en el mundo, se preocupa tam- bién del teólogo en su existencia consigo mismo. En este sen- tido, lo que está implicado es el juicio que recae sobre él y la gracia que le es concedida, su encarcelamiento y su libera- ción, su muerte y su vida. Lo que está implicado, de manera definitiva y terminante, es él mismo, en todo lo que él-eomo teólogo- debe saber, investigar y considerar sobre la búsque- da de la verdad. Con todo, no sería adecuado suponer que el implicado en primer lugar y de forma primordial sea él mis- mo, y tan sólo subsiguientemente y a cierta distancia, la co- munidad; y a una distancia todavía mayor, el mundo. Tal se- cuencia sugeriría que la subjetividad es la verdad (según la afirmación de Kierkegaarq, q'ue no se presta lo más mínimo a malentendidos). Si la comunidad y el mundo no estuvieran implicados, él mismp tampoco podría estarlo. Porque sólo en la comunidad y en el II!undo él es quien es. Y precisamente porque la comunidad y el mundo se hallan implicados, él es- tá también implicado de manera definitiva y terminante. Lo que está implicado por la relación entre el pacto divi- no de gracia y la estirpe humana es la elección, la justifica- ción, la santificación y la vocación del teólogo. Se hallan in- cluidas su oración y su labor, su gozo y su tristeza, él mismo en su relación con su prójimo, la oportunidad única de su corta vida, la administración de sus capacitades y posibilida- des que le han sido dada~, su relación con el dinero y con los bienes, con el sexo opuesto (en el matrimonio y en cualquier otra circunstancia), con sus padres e hijos, con la moralidad y la i~oralidad de su ambiente. En último término, él es quien está afectado, cuestionado y acusado por la palabra de Dios, juzgado y justificado, consolado y exhortado, no sólo en su función y papel entre sus semejantes, sino también per- sonalmente en la existencia que él vive para sí mismo. Él es aquella persona a quien Dios convierte en un «Yo», porque se dirige a ella como a un «Tú». Se cuenta que el profesor Tholuck, de Halle, famoso en su tiempo, solía visitar las habitaciones de sus estudiantes y les hacía una encarecida pregunta: «¡Hermano!, ¿cómo van las cosas en tu corazón?». ¿Cómo van las cosas contigo mismo?, no con tus oídos, no con tu cabeza, no con tu manera de ex- presarte, no con tu habilidad (aunque todo ello sea muy apro- piado para ser un teólogo). En términos bíblicos, la pregunta es exactamente: «¿Cómo van las cosas en tu corazón? ¡Es una pregunta que se dirige muy acertadamente a todo teólo- go, sea joven o sea ya maduro! 106 La existencia teológica La pregunta podría ser también: «¡Adán!, ¿dónde estás?». En tu vida privada, tanto interior como exterior, ¿estás quizás huyendo de Aquel de quien, como teólogo, tienes que ocu- parte de manera preeminente? ¿Te has escondido de Él entre los matorrales de tus más o menos profundas o sublimes con- templaciones, explicaciones, meditaciones y aplicaciones? ¿Estás viviendo quizás en un mundo privado, que es algo así como la concha de un caracol, considerándote a ti mismo profunda e invisiblemente oculto y protegido de todas las co- sas externas, mientras que, si vemos las cosas más de cerca, tu vida pudiera parecer la de un no-iluminado, la de un no- converso y, por tanto, incontrolablemente perezoso e inculto burgués de poca monta o mendigo errante? ¡Pero ese «qui- zás» es imposible! ¡No piense nadie que, desde ese trasfon- do, se pueda ser capaz de realizar una investigación teológi- ca, debidamente libre y fructífera, y de pensar y hablar como 1 un teólogo! ¡No puede eludirse el hecho de que el objeto vi- , vo de la teología compromete al hombre entero! Comprome- . te incluso a 10 que es más privado en la vida privada del teó- logo. Aun en esa esfera el teólogo no podrá y no querrá huir de 10 que es el objeto de su profesión. Si tal situación no le va a él, 10 mejor para él sería que escogiera otra disciplina que fuera menos peligrosa que la de la teología. Pero debe ser consciente de que es característico del objeto de la teología, como puede leerse en el salmo 139, visitar más tarde o más temprano a cualquier hombre en cualquier lugar en que se encuentre y formularle la misma cuestión. Por eso, 10 más sencillo será probablemente seguir siendo teólogo y aprender a vivir con arreglo a las exigencias divinas aun en los ámbi- tos más íntimos de la humanidad de un teólogo. 8 EL COMPROMISO En nuestra sexta lección aislamos la «admiración» como el primer elemento que hace que un teólogo sea teólogo. Nos referíamos a la admiración dada la inaudita novedad del ob-, jeto de la teología. En nuestra séptima lección señalábamos el «verse afectado» como el segundo elemento. El verse afectado resulta imprescindible por la actualidad singularísi- ma y, a su vez, por la provocatividad del objeto con que el hombre tiene que vérselas en la teología. Pero este objeto exige también que esta implicación no se detenga tan sólo en el punto en el que uno se ve más implicado (o en aquel refe- rido a «la más profunda experiencia», como se habría dicho hace cincuenta años). Si este objeto afecta al hombre, y 10 hace según su manera peculiarmente penetrante e íntima, en- tonces es que reclama algo especial no sólo para él, sino también de él. Estimula al hombre, le pone en pie y 10 libera, pero también le exige y le urge a ponerse en camino y a ha- cer uso de la libertad que se le ha concedido. El aconteci- miento del «compromiso» es el tercer elemento que hace que el teólogo sea en verdad teólogo. Resulta espléndido y hermoso que el Dios del Evangelio asigne una tarea, aquel Dios que es el objeto de la teología evangélica. P_~nU;g.tratª tamJJ.ién de U1:la ex\g~l1ciªa la xez exaltadora*~.Es un nobile officium, «un noble ofi- cio», el que se confia y encarga al hombre. Con todo, este encargo da por supuesto que el hombre cumpla su ministe- 108 La existencia teológica El compromiso 109 rio. El hombre tiene el privilegio de hacer lo que se espera que él haga. Pero también él ha de hacer lo que él mismo ha escogido hacer. Puesto que el interés que afecta al teólogo incluso en su vida privada es total, su compromiso habrá de ser también total. El compromiso comienza con la admiración del teólo- go y se halla relacionado directamente con su interés. Pero además abarca toda su existencia. La exi-stencia del teólogo implica una responsabilidad im- puesta por su especialfunción. Su existencia está dotada de una especial libertad y está llamada a un especial ejercicio de esa libertad. Lo que nos interesa saber es hasta qué grado el teólogo llega a ser responsable dentro de su ciencia por el objeto de la misma. Él ha sido liberado y está llamado a una clase específica de percepción, investigación, pensamiento y lenguaje. Él no concibió ni escogió ese modo de percepción; sino que le fue impuesto al asumir la tarea de la teología. Si el teólogo desea ser y seguir siendo fiel a esa tarea, tendrá que asimilar su forma de pensar, practicándola constante- mente y recordándola o permitiendo que se la recuerden continuamente. Lo que está en juego es el método peculiar de la teología. El término «método», aunque no resulte agra- dable, es inevitable en el sentido de que hay que definir un régimen de procedimiento que corresponda a la tarea de la teología. Para decirlo con otras palabras: aquello a lo que nos referimos es la ley con arreglo a la cual el teólogo tiene que proceder. Por semejante ley el teólogo está comprometi- do, más allá de toda simple admiración y de todo verse afec- tado, a tener conocimiento y a confesar lo que es el objeto propio de su ciencia. Ni el término «método» ni el término «ley» deben enten- derse como una carga impuesta sobre el teólogo, como una reglamentación carcelaria que le obstaculice o, en una pala- bra, como una coacción que se le imponga. A lo que nos re- ferimos es al método o ley de la libertad, por el cual él ha de investigar, pensar y hablar. Su compromiso' no será para él una coacción; de hecho, seria una coacción sólo si el teólogo no se dedicara conscientemente o con determinación a su la- bor, o si desertara de ella por alguna razón, abandonando 10 que es el objeto de su ciencia. Cuando el teólogo está dedica- do a la palabra y a la obra de Dios, entonces él existe como' un hombre libre, precisamente á causa del respeto con que considera el método y la ley de su cierici!l. ta única carga, co- acción y cautividad babilónica seria la necesidad de seguir otro método, o de respetar y climplir una ley ajena de cono- cimiento -aunque tal ley ajena fuera 10 que él había dejado atrás, cuando se adentró por la senda del intellectus fidei-. Proponemos a continuación algunas conclusiones sobre la reglamentación de ese intellectus, es decir, sobre el tipo de co- nocimiento al cual el teólogo está ligado y para el cual ha si- do liberado y al que se le ha exhortado. Reservaremos para la próxima lección el problema planteado por el hecho de que se trate del intellectus fidei, de la comprensión de lafe, y no sim- plemente del intellectus independientemente de la fe. Por el momento investigaremos sólo el carácter del intellectus. l. La obra y la palabra de Dios, que constituyen el objeto de la teología, son una unidad. No habrá que olvidar, sin em- bargo, lo que se dijo en nuestras lecciones segunda y tercera, cuando afirmamos que no se trataba de una obra monolítica ni de una palabra uniforme. No, sino que esa unidad es la obra del Dios vivo -una unidad de formas ricas y diversas, todas las cuales aparecen evidentemente en el testimonio de las Es- crituras-. Las alturas y las profundidades, las cosas grandes y las pequeñas, las cosas próximas y las remotas, las concretas y las universales, las internas y las externas, las visibles y las invisibles, todas ellas se hallan incluidas en la realidad y en la revelación del pacto de Dios con el hombre. Contemplamos en las Escrituras el ser eterno de Dios para sí y su ser para 114 La existencia teológica El compromiso 115 Por otro lado, ¿por qué la teología no iba a emplear tam- bién ideas, conceptos, imágenes y expresiones corrientes? Mientras estos demuestren que resultan adecuados, ¿por qué no utilizarlos «eclécticamente» sin problema? Tal uso no im- plicaría decididamente que la teología tuviera que reconocer cómo un precepto autoritativo para ella misma cualquier co- sa que se utilice corrientemente. Debe investigar la lógica, la dialéctica y la retórica que proceden de su objeto, que es el Logos divino. Tendrá que arriesgarse a seguir derechamente su propio camino a través del campo de aquellos otros crite- rios que tienen que ver con las ideas, el pensamiento y el len- guaje que actualmente se consideran generalmente válidos o que han sido proclamados más o menos solemnemente en el exterior. El progreso y la mejora en la teología no se espera nunca que procedan de una rendida sumisión al espíritu de la . época; no procederán sino de la intensificada decisión de ajustarse a la ley de su propio conocimiento teológico, aun-' que las teologías mantengan una serena apertura hacia el es- píritu de los tiempos. Recordaremos lo que se dijo en la primera lección acer- ca del carácter de la teología como ciencia libre. Conserva su libertad al hacer uso de cualquier capacidad humana de per- cepción, juicio y lenguaje, sin estar ligada a cualquier epis- temología presupuesta. En este punto se opone no sólo a la vieja ortodoxia, sino también a toda moderna neo-ortodoxia. En su uso libre y ecléctico de las capacidades humanas, a lo único a lo que ella tiende es a una cosa: a prestar la obedien- cia que le exige hoy y ahora su objeto, que es el Dios vivo en el Jesucristo viviente y en el poder vivificante del Espíritu Santo. La teología no está llamada a la irracionalidad, al pen- samiento indolente o extravagante, y ciertamente no está lla- mada a complacerse perversamente en lo paradójico como tal. Credo quia absurdum (<<Creo porque es absurdo»). Eso sería lo último que beneficiase a su objeto o que le fuera per- mitido a la teología. Muy al contrario, el teólogo no se exce- derá nunca en poseer, mantener y hacer uso de la razón. Sin embargo, el objeto de su ciencia tiene una manera peculiar de recurrir a la razón. Esta manera es a menudo habitual, pe- ro a menudo es también muy poco habitual. Este objeto no está ligado a que el teólogo modesto le fije sus propias nor- mas. Sin embargo, el teólogo modesto está comprometido ciertamente a que su objeto le fije a él las normas. Esta prio- ridad del objeto sobre la apercepción teológica es el segundo criterio importante de un genuino conocimiento teológico, del intellectus fidei. 3. El objeto de la teología -la obra y la palabra de Dios en la historia del Emmanuel y en su testimonio bíblico- tiene una determinada propensión, un determinado énfasis y ten- dencia, una dirección irreversible. El teólogo está compro- metido, ha sido liberado y ha sido exhortado a dejar espacio a este énfasis en su conocimiento, que es el intellectus fidei. Hay un doble aspecto en el hablar y en el actuar de Dios y, en consonancia, en los textos del Antiguo y del Nuevo Tes- tamento (¡que sólo en apariencia se hallan uniformemente unos junto a otros!). Este doble aspecto puede designarse co- mo el «sí» y el «no» pronunciados vigorosamente al hombre, o como el Evangelio que eleva al hombre y la Ley que que le reprende, como la gracia dirigida a él y la condenación que le amenaza, o como la vida para la cual él ha sido salvado y la muerte en la que él ha incurrido. Para ser fiel a la palabra de Dios y al testimonio bíblico que atestigua esa Palabra, el teólogo tiene que ver, reflexionar y hablar sobre esos dos as- pectos, presentando el lado luminoso y el lado de sombra. Pero con la misma fidelidad el teólogo no puede desconocer ni negar ni silenciar el hecho de que esos dos momentos no se hallan relacionados entre sí como los movimientos de un péndulo, que se repiten constantemente con igual fuerza en direcciones opuestas, o como platillos de una balanza que 116 La existencia teológica El compromiso 117 muestran igual peso y que oscilan de manera indecisa. Lejos de eso, la relación entre ambos aspectos es como la de un an- tes y un después, como la de un arriba y un abajo, como la de un más y un menos. Es innegable que el hombre tiene que es- cuchar allí un enérgico y sobrecogedor «no» divino. Pero es también innegable el hecho de que ese «nO» está incluido dentro de un «sí» creativo, reconciliador y redentor pronun- ciado al hombre. Es cierto que la Ley que sujeta al hombre se halla asentada y proclamada aquí, pero su validez divina y su poder divinamente vinculante se deben, no menos ciertamen- te, a su carácter como Ley del pacto y como una forma del Evangelio. Indudablemente se pronuncia y se ejecuta allí una condenación, pero en esa misma condenación se despliega claramente la gracia reconciliadora, como se ve en ia decisi- va ejecución de esa condenación sobre la cruz en el Gólgota.. La muerte aparece allí innegablemente como la frontera últi- ma de todo comenzar y finalizar humano, pero la vida eterna' del hombre aparece también de manera innegable como el sentido y la meta de su muerte. El «sí» y el «no» de Dios no son ambivalentes. El Evan- gelio y la Ley no poseen carácter complementario. No hay equilibrio, sino un supremo desequilibrio. Precisamente esa superioridad, por un lado, y esa inferioridad, por el otro, es lo que la teología debe expresar de forma adecuada en el doble aspecto de las relaciones de Dios con el hombre. Aunque la teología no debe reducir lo que Dios quiere, hace y dice a un «sí» triunfal al hombre, sin embargo la teología no debe ex- presar que el «no» tenga igual autoridad y peso que el «sí» de Dios. Queda totalmente excluida cualquier preferencia del «nO» de Dios sobre su «sí» (por no hablar de una desa- parición de su «sí» en su «no», de tal manera que, para de- cirlo brevemente, la luz quede entenebrecida en vez de que lo entenebrecido llegue a ser luminoso). El texto de Romanos 7 no debe llegar a ser ni explícita ni implícitamente más fami- liar e importante para el teólogo que el texto de Romanos 8, de la misma manera que el infierno no puede llegar a ser más imprescindible e interesante que el cielo. De forma semejan- te sucede en la historia de la Iglesia cuando se realzan los pe- cados, las deficiencias y las debilidades de los escolásticos y de los místicos, de los reformadores y de los seguidores del papa, de los luteranos y de los reformados, de los racionalis- tas y de los pietistas, de los ortodoxos y de los liberales -aun- que ciertamente esas deficiencias no deban ser pasadas por alto ni dejadas sin mencionar- tal hecho no puede convertir- se en una tarea más urgente que la de verlos y entenderlos a todos ellos a la luz del perdón de los pecados, que es nece- sario y se nos ha prometido a todos nosotros. Finalmente, el teólogo no debe sentirse más impresionado por la impiedad de los hijos de este mundo que por el Sol de justicia que ha amanecido ya sobre ellos al igual que sobre él mismo. En la primera lección dijimos que la teología es una cien- cia gozosa. ¿Por qué hay tantos teólogos que deambulan por ahí entristecidos, con rostros siempre preocupados o incluso amargados, dispuestos en todo momento a expresar sus re- servas críticas y sus negaciones? La razón es su falta de res- peto hacia este tercer criterio del genuino conocimiento teo- lógico. No respetan el orden interno del objeto teológico, la superioridad del «sí» de Dios por encima de su «no», del Evangelio por encima de la Ley, de la gracia por encima de la condenación, de la vida por encima de la muerte, sino que, en lugar de eso, desean dar a todo ello el mismo rango o invertir incluso las relaciones. No es de extrañar que se acerquen des- dichadamente al J. J. Rousseau de los primeros tiempos o in- cluso a aquel lamentable varón (recordado por Goethe en su obra Viaje a través del Harz en invierno) que pide alivio al «Padre del amomo El teólogo puede y debe ser un hombre je- liz y satisjecho, si no siempre en la superficie, sí al menos en su interior. El estar «satisfecho», en el buen sentido de la pa- 118 La existencia teológica labra, significa haber hallado satisfacción en algo. Como di- ce Paul Gerhardt en uno de sus himnos: «Conténtate y date por satisfecho en el Dios de tu vida». Si alguien no se sintie- ra satisfecho «en Dios», ¿qué satisfacción podría encontrar en la comunidad o en el mundo? ¿Cuál sería entonces su existencia como teólogo? La comunidad sabe por experien- cia que ella es una oveja perdida" pero no sabe, o nunca sa- be debidamente que ella es el pueblo amado y escogido por Dios, el pueblo que -como tal- ha sido llamado por Dios a alabarle. Y el mundo sabe por experiencia que él se halla ba- jo el poder del mal (sin que importe por cuánto tiempo siga engañándose acerca de esta condición suya). Pero no sabe que él se halla mantenido por todas partes por las bondado- sas manos de Dios. El teólogo encuentra satisfacción cuando su conocimiento, el intellectus fidei, está dirigido por la con-' fianza que le trasmite el objeto de su ciencia. Así es como él llega a ser y sigue siendo una persona feliz y satisfecha, que difunde también satisfacción y contento por toda la comuni- dad y por todo el mundo. 9 LA FE En nuestra respuesta a la pregunta sobre qué es lo que ha- ce que una persona sea un teólogo, hemos llegado a un punto en el que es necesario hacer de momento una pausa. Hemos de mirar ahora en una dirección muy diferente para entender como es debido lo que hemos dicho acerca de este tema. No hubo particular dificultad en hacer suficientemente compren- sible lo que implicaba la admiración, el verse afectado y el compromiso: los fenómenos que se basan en el objeto de la ciencia teológica y que se apoderan de quienes se ocupan de esta ciencia. Pero ¿podremos esclarecer cómo se produce todo ese acto de apoderarse, que está tan cargado de consecuen- cias? ¿Podremos esclarecer cómo alguien, a consecuencia de ello, llega a estar, sigue estando y constantemente se admira, se siente afectado y se considera una persona comprometida? Para lograrlo, tendremos que profundizar primero en un as- pecto de nuestro estudio sobre el compromiso. Está bien claro que es especial el carácter del conocimiento para el cual el teólogo se ha visto comprometido, liberado y exhortado. Pero ¿cómo sucede entonces que alguien llegue a estar real y efi- cazmente comprometido con este conocimiento y con su es- pecialísima orientación? ¿Cómo comienza alguien a moverse por la senda que el objeto de la ciencia teológica le ha mostra- do? Juntamente con esta pregunta, considerada como punto de partida, podemos y debemos planteamos otra pregunta, cier- tamente en sentido retrospectivo. ¿Cómo llega alguien a sen- 124 La existencia teológica Lafe 125 La fe es el acontecimiento especial que es constitutivo de la existencia cristiana y de la existencia teológica. La fe es el acontecimiento por el cual la admiración, el verse afectado y el estar comprometido, que hacen que el teólogo sea un teó- logo, se distinguen de todos los demás sucesos que, a su ma- nera, pudieran ser notables y memorables o a los que pudie- ra dárseles la misma designación. Lo que sucede en el acontecimiento de la fe es que la pa- labra de Dios libera a una persona, entre muchas, para la fe misma. Ésta es la motivación de la fe; algo es «movido» y al- go «tiene» lugar realmente. Por la palabra de Dios, juntamen- te con el poder vivificante y la soberanía única del Espíritu, a una persona entre muchas otras se le permite existir conti- nuadamente como una persona libre. La persona es liberada para que afirme a esta Palabra como algo no sólo absoluta- mente confortable y de gran ayuda, sino también como algo vinculante e indiscutiblemente válido para el mundo, para la comunidad y, finalmente, para el individuo mismo. La per- sona es liberada para que deposite toda su gozosa confian- za en esta Palabra y para que obedezca sin reservas a lo que este anuncio de Dios mismo expresa acerca de su amor hacia el mundo, hacia su pueblo y también hacia el teólogo. Nadie es capaz de hacer esto por su propio poder. Una persona po- drá hacerlo únicamente cuando venga sobre ella la palabra de Dios y su Espíritu de poder; cuando la persona haya sido sus- citada y éreada de nuevo por ese poder para que efectúe se- mejante acto. Pero además de tener este origen en la Palabra libre de Dios y además de estar dirigido hacia dicha Palabra, este acto es genuina y libremente el acto propio de una per- sona. Aquel que afirma, confia y obedece no es, como quien dice, Dios en él, sino que es él mismo, una modesta persona. Por otra parte, los acontecimientos de afirmación, confianza y obediencia excluyen la idea de que el hombre pudiera estar actuando impulsado por alguna clase de delirio entusiástico. No. La persona cree, recibe y sigue a Dios y a su Palabra, y lo hace como ser humano que es, recurriendo y utilizando su normal entendimiento humano (¡claro que sin olvidar su fan- tasía humana!), su voluntad humana e indudablemente tam- bién sus sentimientos humanos. Pero el hombre, aunque es- té humanamente determinado y limitado, hace esto como un hombre libre, como un hombre que no era libre, pero que, no obstante, llegó a ser libre cuando sobrevino sobre él la pala- bra de Dios, pronunciada por Dios en su obra divina. Aun- que, hablando estrictamente, él no «es» ese hombre, sin em- bargo se le ha permitido llegar a ser incesantemente ese hombre, cuando este objeto le encuentra y se confronta de nuevo con él, permitiéndole y requiriéndole para que lo afir- me, confie en él y le obedezca. Cuando esto le sucede a al- guien, y cuando alguien hace eso, entonces esa persona cree. y cuando este acontecimiento como tal es revelador y esta acción como tal está iluminada, entonces la fe tiene el carác- ter fundamental de conocimiento. Por ser intellectus fidei es conocimiento de su objeto; ese objeto que es el origen mismo de la fe. De este origen y de este objeto la fe recibe su conte- nido concreto y distintivo. Y a la fe se le permite llegar a ser conocimiento de Dios y del hombre, del pacto de Dios con el hombre, y de Jesucristo. Ciertamente no es sólo un conoci- miento intelectual, pero es también -yeso nos interesa aquí igualmente con miras sobre todo a la teología- un saber in- telectual que debe efectuarse en conceptos y expresarse en palabras. A la fe le es dado ser incesantemente un aconteci- miento cuando esfides quaerens intellectum, una fe que tra- baja muy modestamente, pero no de manera infructuosa en la búsqueda de la verdad. Ésta es la manera en que el objeto de la teología requiere a un hombre, permitiéndole percibir, in- dagar, pensar e incluso hablar teológicamente. Este proceso sigue siendo incomprensible e inexplicable (y aquí pensamos en lo que se dijo en la sexta lección acerca del milagro de la 126 La existencia teológica La fe 127 existencia teológica como tal). Pero este proceso es capaz, no obstante, de ser descrito, porque implica la curación de al- guien que anteriormente había sido ciego, sordo y mudo, pe- ro que ahora ve, oye y habla. Varias son las cosas que nos quedan aún por destacar de una manera especial: 1. Se ha afirmado con frecuencia que una persona tiene que creer para llegar a ser y seguir siendo un teólogo. Esta afirmación es correcta en cuanto una persona que no está li- berada para la fe no será capaz de oír, ver o hablar teológica- mente, sino que únicamente exhibirá una espléndida vulgari- dad en todas las disciplinas teológicas. Pero afirmar que una persona tiene que creer sería inapropiado, porque dicha per- sona no es capaz de creer realmente sino como un creyente li- bre, como alguien que ha sido liberado para la fe. También resulta inapropiada la afirmación de Schiller: «Tú tienes que creer, porque los dioses no ofrecen garantías». Esa sabiduría, por completo pagana, no es aplicable a la fe cristiana. En pri- mer lugar, la fe no es precisamente una aventura arriesgada como, por ejemplo, la que Satanás propuso al Señor cuando le llevó al pináculo del templo (Lc 4,9-12). No, sino que es una asimilación valiente y sobria de una promesa firme y cierta. En segundo lugar, esta asimilación no se produce nunca deci- didamente sin la posesión de una garantía realísima, que se da en la presencia y en la acción del Espíritu, quien (desde luego, según la opinión del apóstol Pablo) libera al hombre para la fe. y finalmente, este acto no es una necesidad sino un acto per- mitido por Dios al hombre, que consiste en la consecuencia obvia y la respuesta por la cual el hombre muestra un poquito de gratitud humana por la gracia que Dios le ha mostrado. Se- mejante fe es comparable al desarrollo obvio de un capullo que se abre para ser una flor y a la orientación obvia de esa flor hacia el sol, pero también puede compararse con la risa espontánea de un niño cuando ve algo que le resulta divertido. 2. La fe es una historia, juna historia nueva cada mañana! No es, pues, un estado ni un atributo. Por tanto, no debemos confundirla con la mera capacidad y disposición para creer. Desde luego, puede tener como consecuencia e implicar toda clase de convicciones mantenidas con fe, las cuales sería me- jor designarlas como la suma de alguna clase de «intuición», La fe, desde luego, puede incluir la intuición, puede hacemos decir que el teólogo haría bien en no llevarse las manos a la cabeza haciendo un gesto de disgusto y pasando enseguida a hablar de métodos de desmitologización, cuando se ve con- frontad<?, por ejemplo, con afirmaciones relativas. al naci- miento de Jesús del seno de una virgen y al descendimiento de Jesús a los infiernos, o cuando se le habla de la resurrec- ción de la carne o del relato de la tumba vacía, o cuando se menciona el dogma trinitario de Nicea y el dogma cristológi- co de Calcedonia, y quizás también cuando se incluye a la Iglesia en la confesión de fe en el Espíritu Santo. En lugar de eso, el teólogo haría bien en preguntarse seriamente a sí mis- mo si él cree de verdad --como se supone que hace- en el Dios del Evangelio, cuando piensa que puede hacer caso omiso, borrar o reinterpretar esos puntos y otros parecidos. Bien pudiera ser que en realidad él creyera en un Dios com- pletamente distinto. Sin embargo, la disposición para creer en todos esos puntos y en otros parecidos no es todavía la fe. La fe no es un credere quod, sino -de acuerdo con la formula- ción inequívoca del credo apostólico- un credere in: en Dios mismo, en el Dios del Evangelio, que es Padre, Hijo y Espíri- tu Santo. Quien crea en Él, difícilmente podrá eludir a la lar- ga el conocimiento de otros muchos puntos, además de los ya citados. Pero no se trata de poner la «creencia» en esos pun- tos, es decir, de ser creyente en ellos. Sino que se trata de te- ner «fe» en Él, en Dios mismo, en el sujeto de todos esos pre- dicados. Esto es 10 que debe suceder de nuevo cada mañana fide quaerente intellectum (<<por la fe que trata de entendem). 128 La existencia teológica Laje 129 3. El criterio de la autenticidad y de la solidez de la fe, imprescindible para el teólogo, no consiste en que esa fe sea especialmente fuerte, profunda y ardiente. No importa que esa fe sea, por 10 general, bastante débil y flaca, bastante os- cilante en medio de los vientos de la vida y de los aconteci- mientos. Si, conforme al Evangelio, una fe de tan pequeña apariencia como un grano de mostaza es capaz de mover una montaña, entonces seratambién suficiente no sólo para hacer posible sino para poner en movimiento un fructífero conoci- miento de Dios y la labor de la teología. Un hombre es capaz de conocimiento y de existencia teológica cuando él, junta- mente con ese poquito de fe cuyo poder en este aspecto no es capaz de nada, permanece dirigido hacia Aquel y sigue diri- giéndose constantemente hacia Aquel en quien él cree. Es un hombre libre para esta fe, porque ha sido liberado para ella. 4. «El mensaje 10 oigo bien, ¡mas 10 que me falta es la fe!», dice el protagonista del Fausto de Goethe. Sí, desde luego, ¿a quién no le falta fe? ¿Quién es capaz, entonces, de creer? Ciertamente no creería aquel que afirmara que é! «tie- ne» la fe; aquel que afirmara, por consiguiente, que a él no le falta la fe, que él «es capaz» de creer. Todo el que cree sabe muy bien y confiesa que él no es capaz de creer en modo al- guno «por su propio entendimiento y poder». Realizará sim- plemente este acto de creer, sin perder de vista nunca la in- credulidad que 10 acompaña y se deja sentir continuamente. Por estar llamado e iluminado por el Espíritu Santo, él no se comprende a sí mismo; no puede menos de admirarse en grado sumo de sí mismo. Dirá: «Yo creo», pero 10 hará úni- camente en la súplica y con la súplica: «¡Señor, ayuda a mi incredulidad!». Por esta misma razón, esa persona no supon- drá que tiene fe, pero la esperará incesantemente cada maña- na, como los israelitas esperaban de nuevo cada mañana que descendiera sobre ellos el maná en el desierto. Y cuando esa persona reciba de nuevo esa fe, la activará también de nuevo cada día. Por esta razón, la pregunta de si la fe o el aconteci- miento de la fe queda dentro del ámbito de la propia perso- na resulta una cuestión frívola. El acontecimiento de la fe no queda dentro del ámbito de nadie. Pero la pregunta verdade- ramente seria es si alguien puede permitirse permanecer en la triste afirmación: «A mí me falta la fe», una vez que se le ha mostrado la obra que Dios ha hecho y cómo la ha hecho, una vez que Dios ha pronunciado su Palabra, y una vez que el Espíritu de Dios está actuando en la Palabra en la que el hombre cree. ¿O dejará el hombre de coquetear con su pro- pia incredulidad y vivirá en la libertad que se le ha revelado y concedido? ¿Será él una persona que no sólo quiera sino que también esté dispuesta a cooperar en el intellectus fidei y en la ciencia teológica? ¿Será una persona que real y efec- tivamente se sienta maravillada, afectada y comprometida por el Dios vivo y que, de esta manera, sea una persona apta para tal empresa? 134 El riesgo de la teología La soledad 135 él, junto a muchas otras ciencias, «también estudió, por des- gracia, teología con genuino y ferviente empeño». De lo que vamos a hablar ahora es de la incertidumbre que se apodera de la teología y del teólogo; aquel mismo teó- logo que, según nuestras anteriores afirmaciones, se siente asombrado, afectado, comprometido y exhortado a la fe. Es- ta incertidumbre no es absoluta, pero, a pesar de su relativi- dad, es muy penetrante. Los diversos acordes menores selec- cionados se convertirán finalmente y de manera terminante en una importante clave de tono mayor. Sin embargo, pues- to que no hay manera de eludir esta incertidumbre, también habrá que estudiarla. El que se adentra en el tema de la teología, descubre in- mediatamente -y de eso vamos a hablar a continuación- que se halla desterrado de manera permanente e inevitable a una soledad extraña y notoriamente opresora. Nuestro viejo himnario eclesiástico incluía un cántico de Novalis que solíamos cantar con emoción. Decía, entre otras cosas: «Deja de buena gana que los demás caminen por sus calles amplias, luminosas y llenas de gente». Estas palabras pueden resultar muy apropiadas como un bello lema para la teología. Sin embargo, no serían totalmente sinceras, porque ¿quién hay que no quiera ser en el fondo un individuo que se encuentre en medio de una gran multitud? ¿Quién, a no ser la más rara de todas las personas raras, no desea que su obra se vea apoyada por el reconocimiento directo, o al menos indi- recto, y por la participación del público en general, y se vea comprendida por todas las personas o, al menos, por el mayor número posible de ellas? Por regla general, el teólogo tendrá que hacerse a la idea de seguir estudiando su temática teológi- ca en cierto aislamiento, y no sólo con respecto al denomina- do «mundo» sino también con respecto a la Iglesia (y además detrás de una «muralla china», como se dirá muy pronto). Pa- ra comprobar lo dicho, pensemos en el estado en que la ve- nerabilis ordo Theologorum suele hallarse en la mayoría de nuestras universidades: no sólo es la facultad más delicada, si- no también la más espectacularmente reducida. Por otro lado, la facultad de teología, dadas sus escasas dimensiones, queda numéricamente y en cuanto a su dotación muy por detrás de sus hermanas, el resto de facultades, las cuales la marginan y la dejan en segundo plano. Pensemos, sobre todo, en la figura especialmente patética del párroco en medio de su soledad; su camino solitario y su misterioso aislamiento, debido al halo sacerdotal que se piensa todavía que lo circunda y que sigue caracterizándolo. El «cura» sigue siendo un extraño en medio de su parroquia urbana o rural; en el mejor de los casos, le ro- deará un pequeño círculo de los que se sienten especialmente interesados por el culto divino. Raras veces alguien (con ex- cepción de algún que otro colega que no esté geográfica o doctrinalmente muy alejado de él) le tenderá una mano para ayudarle en la labor que se exige de él, en la explicación y la aplicación del mensaje bíblico y en su propia labor teológica. Pensemos en la relación, extraña incluso en cuanto al as- pecto cuantitativo, entre lo que se enseñó a los fieles en la predicación y en la enseñanza durante la hora del culto (en el caso de que los fieles hayan querido y hayan podido prestar atención a lo que se les decía), y lo que los fieles se llevan a casa después de verse inundados por las noticias de los pe- riódicos, de la radio y de la televisión. Son únicamente sín- tomas del aislamiento en que se encuentra el interés, la tarea y los esfuerzos teológicos; un aislamiento que repetidas ve- ces se hace notorio a través de las interpretaciones, gestos y empeños opuestos (a pesar de la ridícula frase de que «la Iglesia tiene derecho a hacer pública su opinión»). Este ais- lamiento hay que sufrirlo y soportarlo, y no siempre resulta fácil sobrellevarlo con dignidad y serenidad. Tal aislamiento es dificil de soportar porque parece que no corresponde fundamentalmente a lo que es la esencia de la 136 El riesgo de la teología La soledad 137 teología. Desde luego, asumir un puesto teológico en algún lugar remoto, donde el público queda prácticamente exclui- do, parece hallarse en viva contradicción con el carácter de la teología. La religión podrá ser un asunto privado, pero la obra y la palabra de Dios son la reconciliación del mundo con Dios, tal como fue realizada en Jesucristo. Por eso, el objeto de la teología es el cambio más radical de la situación de toda la humanidad. Y la revelación de este cambio afecta a todos los hombres. En sí misma, la revelación es indudablemente el asunto del público universal en el sentido más amplio de la palabra. Lo que se ha dicho a los oídos humanos exige pro- clamación desde las más altas azoteas de las casas. Sin embargo, ¿no habrá que afirmar, en la dirección con- traria, que el carácter esencial de otras ciencias humanas no las prepara para considerar simplemente a la teología, entre ellas, como una ciencia de tantas? Las ciencias ¿podrán man- tener realmente a la teología separada de ellas, en un rincón, como una especie de «Cenicienta», a la que simplemente se tolera? El objeto de la teología ¿no debería ser un prototipo y un modelo de la originalidad y autoridad de los objetos que ocupan la atención de todas las ciencias? El pensamiento y el lenguaje científicos en general ¿no deberían encontrar un prototipo y un modelo en la primacía que la teología conce- de a lo racional de su objeto por encima de todos los princi- pios de su propio conocimiento humano? ¿Podrá entenderse la particularidad de la teología entre todas las demás ciencias, a no ser por la exigencia que se hace a la teología, es decir, la de que no falle en donde todas las demás disciplinas parecen fallar? ¿Podrá pedirse a la teología que haga cualquier cosa menos tratar de ser un «tapaagujeros)) de las demás ciencias? ¿Acaso toda ciencia, como tal, no está llamada básicamente a ser teología y a hacer que resulte superflua la ciencia especial denominada «teología))? La existencia de la teología en me- dio de tal aislamiento, lapeculiaridad misma de su existencia (contemplada desde su propia esencia y desde las demás ciencias) ¿no deberá entenderse y designarse en primera y en última instancia como un hecho anormal? ¿No sería com- prensible el intento (al menos, en cuanto a su intención), em- prendido de manera tan impresionante por Paul Tillich en nuestros días, por integrar a la teología dentro del ámbito de las demás ciencias o dentro del ámbito de la cultura, tal como está representada por la filosofia, y situar a su vez a la cultu- ra, a la filosofia y a las demás ciencias en una correlación in- disoluble con la teología, según el esquema de la pregunta y de la respuesta? La dualidad del pensamiento heterónomo y autónomo ¿no debería quedar suplantada por la unidad del pensamiento teónomo? ¡Si el filósofo cómo tal quisiera ser también un teólogo! ¡Si, por encima de todo, el teólogo como tal quisiera ser también un filósofo! Según Tillich, podría y debería querer serlo. ¡Qué soluciones! ¡Qué perspectivas! «¡Ojalá estuviéramos en tal situaciónb) (palabras tomadas del estribillo de un himno de Navidad, basado en el cántico In dulci iubilo). Sin embargo, estos intentos y otros parecidos por acabar con la soledad de la teología no pueden llevarse a cabo, pues se basan en presuposiciones imposibles. Cualquiera de esos intentos supone que puede entenderse y comportarse a sí mismo como teología paradisíaca, perfecta o divina. Se con- sidera a sí mismo como teología paradisíaca, porque se atre- ve a presuponer el estado que existía con anterioridad a la caída; se considera a sí mismo como teología perfecta, por- que se atreve a sobrepasar el tiempo que queda todavía en- tre la primera y la segunda venida de Jesucristo; o se consi- dera a sí mismo como teología divina o arquetípica en una audaz suposición que rechaza la distinción entre el Creador y la criatura. Una teología que aún no tuviera pecado o que fuera ya perfecta, por no hablar de la mismísima teología de Dios, podría ser sólo, evidentísimamente, la filosofia y la 138 El riesgo de la teología La soledad 139 ciencia. No podría ser una ciencia especial, distinta de la fi- losofía o de las demás ciencias, y menos aún podría quedar relegada por éstas a un rincón. Sería la filosofía, ya fuera porque la luz de Dios la ilumina, ya fuera porque se identi- fica con esa luz. Sin embargo, todo lo que los hombres pue- den conocer y emprender aquí y ahora, es teología humana. Como tal, no puede ser ni paradisíaca (porque no estamos ya en el paraíso), ni perfecta (porque no estamos todavía en él), ni divina en modo alguno (porque nosotros no seremos nun- ca dioses). Puede ser únicamente una theologia ektypa via- torum, una teología típica, no de Dios, sino del hombre, de hombres que son peregrinos. Caracteriza a esos hombres co- mo trabajadores que, aunque siguen estando cegados, se en- cuentran iluminados ya en su conocimiento por medio de la gracia de Dios, pero que, sin embargo, todavía no ven la glo- ria de la venidera revelación universal. Si alguna vez hubo una pura fantasía, realmente «dema- siado hermosa para ser verdadera», sería la idea de una teo- logía filosófica o la de una filosofía teológica, en la cual se tratara de razonar «teonómicamente». Semejante manera ilu- soria de pensar utilizaría una integración correlativa de los conceptos para eliminar una distinción. Convertiría en una unidad la dualidad que existe de iure (por ejemplo, entre el co- nocimiento divino y el conocimiento humano) o al menos de Jacto (por ejemplo, entre el conocimiento que es original y úl- timo y el que se halla presente y es humano). Pero el realismo en este punto exige la renuncia a tales síntesis, a pesar de la vi- sión de la unidad de todas las ciencias en Dios, o de la unidad del origen y de la meta en el estudio realizado por tales cien- cias. Las síntesis tienen escaso valor, porque se logran a muy bajo precio, con tal de que exista un mínimo de talento in- telectual y de voluntad de sintetizar. Pero el teólogo, cuando piensa realísticamente, se atendrá al hecho de que la theologia archetypa y la theologia ektypa, y también la theologia para- disiaca o comprehensorum y la theologia viatorum son dos cosas diferentes, y de que para él el problema y la tarea puede ser únicamente el segundo, no el primero de estos conceptos. Las cosas habrían ido de manera diferente y más favorable para la historia de la teología moderna, si las anteriores dis- tinciones, que sólo aparentemente son abstrusas, no se hubie- ran convertido, a fines del desdichado siglo XVII, en parte de una «antigualla dogmática» (en palabras de Karl von Hase). Desde luego, podremos quejarnos del horizonte limitado que se despliega en ellas, o podremos anhelar y esperar que se lle- gue a la teología perfecta. Pero, a pesar de todo, el teólogo debe evitar cuidadosamente producir, a base de sus propios recursos, tal perfección. En lugar de eso, debe reconocer sen- cillamente que lo que resulta aparentemente anómalo es real- mente lo normal aquí y ahora. El conocimiento, el pensamiento y el lenguaje teológicos no pueden convertirse en verdades universales, y el conoci- miento general no puede convertirse en verdad teológica. Por desagradable que resulte la situación, no será posible eludir la cuestión del carácter especial y de la relativa soledad de la teología en relación con otras ciencias. ¿No será también ésta la situación de la comunidad, a la que se exhorta a dar testimonio de la obra y de la palabra de Dios en el mundo en el que la teología ha de realizar su ta- rea? Si este pueblo de Dios, que peregrina a través de los tiempos, no quiere ser infiel a su vocación, podrá únicamen- te proclamar la obra y la palabra de Dios a su mundo circun- dante como un acontecimiento supremamente novedoso. No tratará de integrar su conocimiento de esta novedad en los demás conocimientos de su mundo circundante o, en orden inverso, de integrar los demás conocimientos de su mundo circundante en su propio conocimiento. La teología no se avergonzará de la soledad en que la comunidad de los últi- mos tiempos se halla situada en la realización de su tarea mi- 144 El riesgo de la teologia miga de la humanidad, es en lo más íntimo una ciencia críti- ca, y en realidad es un asunto revolucionario, porque, mien- tras no haya sido sujetada con grilletes, su tema propio es el nuevo hombre en el nuevo cosmos. Todo el que acepte este tema, tendrá que estar preparado, precisamente a causa de lo que piensa y dice en la esfera práctica, a desagradar a las masas. Cualquier ambiente que se mida a sí mismo por su propia vara de medir, pensará que la opinión minoritaria de la teología y del teólogo son seriamente sospechosas. En tal si- tuación, una persona puede sentirse fácilmente desesperada, amargada, escéptica y quizás incluso belicosa y enconada. Podrá sentirse inclinada, como acusadora, a arremeter cons- tantemente contra sus semejantes a causa de la necedad y maldad de que dan muestras en toda su vida. Desde luego, no se podrá permitir que tal cosa suceda. Si la ética de la teología evangélica no quiere quedar con- victa de falsedad, tendrá que proceder con la máxima sereni- dad y apacibilidad, a pesar de toda su determinación. Desde luego, su voz será la del «pájaro solitario en el tejado» (Sal 102, 7); sus cantos suenan plácidamente tan sólo para los oí- dos de unos pocos, pero él mismo corre peligro de ser derri- bado por el tiro de la escopeta del primero que pase por allí: un peligro que no siempre resulta insignificante. Es probable que la teología llegue a ser popular en raras ocasiones, tan- to entre las personas piadosas como entre los hijos de este mundo, precisamente por la inquietud ética y práctica que dimana de ella directa e indirectamente. Todo aquel que se dedique a la teología, si lo hace con seriedad, tendrá que es- tar dispuesto y deberá ser capaz, si se da la ocasión, de sufrir y soportar la soledad, precisamente a causa de sus enseñan- zas en materia de ética práctica. Esto es lo que teníamos que decir a propósito de la ame- naza que se cierne sobre la teología por razón de la soledad. 11 LA DUDA La teología corre un segundo tipo de riesgo más amena- zador que el primero, porque no le afecta a ella desde fuera, sino que de ordinario se genera desde el interior mismo de la labor teológica, y en cierta medida resulta inherente a ella. Este riesgo es la duda. Hay dos aspectos diferentes, desde los cuales hemos de considerar esta duda amenazadora. El primer tipo difiere del segundo por cuanto la duda que de él surge pertenece, por naturaleza, a toda la labor teológica. Por este motivo hay que hacer algo para eliminar su peligrosidad. Ahora bien, en el segundo tipo la duda representa una amenaza bastante anti- natural para la teología. Y contra esta duda el único consejo que puede darse es el mismo que ofrecíamos con respecto a la soledad: jSufrir y aguantar! El primer tipo de duda, aunque no carece de peligro, es hasta cierto punto natural y susceptible de tratamiento. Nace de la necesidad que recae sobre la teología de plantear la cues- tión de la verdad, con fidelidad al encargo recibido y con los ojos puestos en la obra y la palabra de Dios. La teología debe investigar constantemente el contenido de la revelación que se produjo por la acción de Dios, gracias a la cual Dios reconci- lió con Él al mundo. La teología tiene que estar redescubrien- do incesantemente la verdad y la realidad de esta acción y el significado de la declaración divina que ella significa. En es- te sentido, la duda brota de la necesidad teológica de tratar la cuestión acerca de la verdad como una tarea que nunca lle- 146 El riesgo de la teología La duda 147 gará a finalizarse, es decir, como una tarea ante la cual el teó- logo tiene que situarse constantemente. La teología de la Edad Media, al igual que la del Protes- tantismo más antiguo, se desarrollaba sencillamente plan- teándose «cuestiones». Su característica principal consistía en profundizar incansablemente mediante la investigación en la cuestión acerca de la verdad. Esto, como es obvio, no se halla plenamente de acuerdo con lo que suele imaginarse, cuando se oye hablar de la «ortodoxia». Las cuestiones examinadas por la teología, entre las cuales se cuestionaban incluso doc- trinas sumamente primeras como la duda acerca de la exis- . tencia de Dios, se planteaban de la fonna más precisa posible. En cada caso se intentaba hallar respuestas que, en la medida de lo posible, fueran tan precisas como las preguntas. Las fór- mulas que se encuentran en los antiguos catecismos seguían a su vez el método de ofrecer preguntas y respuestas. Entre ellos, el Catecismo de Heidelberg, por ejemplo, llega a pre- guntar incluso si la doctrina de la Refonna acerca de la jus- tificación no hará que «los hombres se vuelvan negligentes e impíos», ¡duda, por cierto, verdaderamente sabrosa! En este sentido, la duda marca simplemente el hecho de que no hay nada en la teología que sea evidente por sí mismo. Todo, para ser aceptado, ha de ser estudiado. Una teología paradisíaca no necesitaría semejante tarea; tampoco la necesitaría una teolo- gía de la gloria; y en la teología arquetípica de Dios mismo, la pregunta acerca de la verdad constituiría una unidad total con su propia respuesta. Pero no sucede lo mismo con la theologia ektypa viatorom, que se nos ha asignado para el tiempo que trascurre entre la Pascua y la segunda venida de Jesucristo. Este periodo exige una labor teológica y, por consiguiente, preguntas fonnuladas con toda sinceridad, amén de una du- da («socrática»). «Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que re- greses a la tierra de la que fuiste tomado». Esto se aplica por igual a cada párroco que prepara el sábado el sennón del do- mingo, y a cada estudiante de teología que escucha una lec- ción o que lee un libro. Pero no cualquiera está preparado para exponerse a sí mismo repetidas veces a la duda «socrá- tica)), o para afanarse un poco en hallar respuesta a la cues- tión acerca de la verdad, algo que surge a cada paso, mien- tras se marcha por el camino. En vista de la necesidad de dudar para avanzar hacia la verdad, el perezoso podría decir con Proverbios 22, 13: «¡Hay un león fuera! ¡Voy a ser devo- rado en plena calleb). Podría abandonar la labor teológica, aun antes de haberla comenzado. El esfuerzo que supone en este sentido la duda sumamente necesaria y legítima signifi- ca, por supuesto, un peligro muy serio para la teología, ¡por- que hay muchos perezosos y todos lo somos en el fondo! Sin embargo, este peligro hay que superarlo. Fiat! La cosa es diferente en el segundo tipo de duda, del que vamos a ocupamos ahora mucho más minuciosamente. La in- quietud podría surgir, y de hecho surge, en el centro mismo de la ejecución de la labor teológica. Podría surgir la cuestión de si vale la pena aventurarse, y menos aún llevar a cabo, la to- talidad de la empresa teológica, ya sea en general o bien en as- pectos particulares. Según nuestras anteriores reflexiones, no se puede dar por sentado que la cuestión sobre la verdad sea planteada en modo alguno por la obra y la palabra de Dios, o que esa cuestión se nos haya asignado como una tarea y, por tanto, sea algo por lo cual debamos, al menos, luchar. Menos aún puede darse por sentada la certeza en que la empresa teo- lógica no sólo sea relevante, sino en que exista su verdadero objeto. ¿Acaso la duda en la existencia de Dios no es siempre algo inexplicablemente fácil, incluso para aquel que, desde hace mucho tiempo, supo ver a través de la simplicidad de tal duda, o que quizás haya aprendido de Anselmo cómo abor- darla rectamente? Semejante duda fue ya una enfennedad de moda entre las personas cultas de principios del siglo XVIII, e 148 El riesgo de la teología La duda 149 incluso el conde Zinzendorf, famoso pietista alemán, parece que la padeció durante su juventud. Ahora bien, ¿cuál sería la consecuencia, si el teólogo se rindiera de hecho en el punto mismo en que tuviera que hacer frente a semejante duda? ¿Qué pasaría si titubeara en el preciso momento en que hay que ver a través de esa duda, y en el que hay que rechazarla por considerar que es más bien el acto característico de un in- sipiens, del «necio» al que se refiere el salmo 53? El objeto de la teología, incluso la historia del Emmanuel, su revelación y el conocimiento humano de ella ¿será una base real, sólida y fiable sobre la que se pueda edificar? ¿Habrá realmente un. fundamento, más profundo que todas las piadosas emociones y sus correspondientes autoseguridades, y más fuerte que los numerosos argumentos apologéticos, más o menos útiles, que se puedan forjar a base de reflexiones históricas, psicológicas o especulativas? ¿Existe Dios realmente y actúa y habla en la historia del Emmanuel, de Israel, de la Iglesia y de la teología? ¿Existe realmente algo así como el testimonio interior del Es- píritu Santo, por el cual se nos asegure la existencia de Dios, su actividad y sus palabras pronunciadas a través de esa his- toria? ¿Qué respuesta podría darse a aquel hombre del siglo XVIII que mantenía a secas que él, personalmente, no había recibido nunca semejante testimonio? David Friedrich Strauss afirmaba que la doctrina del testimonium Spiritus Sancti in- ternum (<<el testimonio interno del Espíritu Santo») era el ta- lón de Aquiles del sistema protestante ortodoxo. ¿Qué pasaría si alguien (o quizás cada teólogo) fuera abierta o secretamen- te vulnerable precisamente en ese talón de Aquiles? Téngase en cuenta que la duda, también en este sentido, no significa un desmentido, una negación. La duda signifi- ca únicamente que se vacila y se produce una indecisión en- tre el «sí» y el «no». Es tan sólo una incertidumbre, aunque tal incertidumbre pueda ser mucho peor que la negación misma. En su segundo tipo, la duda significa básicamente incerti- dumbre con respecto al problema de la teología en cuanto tal (incertidumbre que no debe confundirse con la penosa pero necesaria apertura hacia el cuestionamiento teológico). Esta duda produce desde el comienzo de la labor teológica una per- plejidad con respecto a la necesidad misma y al significado del cuestionamiento teológico. Tal perplejidad pone en tela de juicio a la Palabra misma de Dios -ique es precisamente lo que hay que examinar en lo concerniente a su verdad!-. Tal perplejidad pone en tela de juicio la presencia y la acción mis- ma de Dios -¡que son la base y el motivo de la investigación teológica acerca del Logos de Dios!-. Tal perplejidad afecta a la libertad misma para trabajar como teólogo. ¿Soy libre para realizar esta tarea? ¿O quizás yo no sea absolutamente libre para ella? Titubear y vacilar, sentirse inseguro y perplejo, de- cir al comienzo mismo «quizás, pero quizás no», ¿no consti- tuye todo ello un'grave y amenazador riesgo para la teología? Desde luego, la duda según este segundo tipo puede ser únicamente una amenaza para la teología durante su realiza- ción humana dentro del actual tiempo de este mundo. En es- te segundo tipo, el pensamiento humano no es dialéctico por necesidad natural, como lo era en el primer tipo de duda que hemos visto. En su relación con la obra y con la palabra de Dios, no tiene necesariamente que estar planteando y respon- diendo continuamente preguntas. No, sino que en este segun- do tipo el pensamiento humano es también antinatural, está enfermo por la alienación original del hombre, y está expues- to constantemente a la corrupción y al error que se siguen por necesidad de un error primordial, que fue la presunción de formular la pregunta: «¿Dijo Dios realmente que ...?» (Gn 3, 1), o la audaz afirmación «¡No hay Dios!» (Sal 53, 1), o «¡Yo soy un dios!» (Ez 28, 9). Ahora bien, después del tiem- po de este mundo, aguardamos una total curación de nuestro pensamiento humano, aguardamos un poder que haga que la duda en cuanto al problema de la teología no sea ya para 154 El riesgo de la teología La duda 155 pública y el de la vida privada. Esa persona vive en el cono- cimiento de la fe, pero está dispuesta a vivir sólo dentro de ciertos límites esa fe obediente. Juntamente con el intellectus fidei, esa persona se permite a sí misma una praxis vitae, una conducta que no está controlada por la fe, un comportamien- to que se aparta de la fe para seguir sus propias oportunidades o leyes. Juntamente con este conocimiento de la obra y de la palabra de Dios, dicha persona se permite a sí misma una vo- luntad secular y trivial que, en cada uno de los acontecimien- tos, no está ligada a la voluntad de Dios ni dirigida por ella. Juntamente con el pensamiento, el lenguaje y los hechos de esta persona, que se mantienen de acuerdo con el objeto de la teología, existen aquellos otros que se ajustan a normas arbi- trarias o no se atienen en absoluto a ningún orden. De esta manera, el individuo vive su existencia desde el comienzo mismo en una tensa relación con el Espíritu Santo, el cual, se- gún Pablo, se propone y desea dar testimonio a su espíritu (Rom 8, 16). La tensión persiste aunque la persona afirme teóricamente la obra del Espíritu. ¿Quién no se halla familia- rizado con tal afirmación? ¿Qué maravilla será si él, confron- tándose sinceramente consigo mismo, se siente obligado a re- conocer y confesar que es una persona que duda, un teólogo que tiene paralizada una pierna y que, por tanto, anda cojean- do? Si esa persona cree sólo a medias, no podrá esperar co- nocer sino a medias. Tendrá que contentarse con vacilar y ti- tubear, con tal de no desplomarse por completo. Sin embargo, hay en el Apocalipsis una dura palabra del Señor, el cual di- ce de esa persona que si no la encuentra ni fría ni caliente, si- no únicamente tibia, la vomitará de su boca. ¿Qué pasará en- tonces con la teología de ese individuo, aunque dentro de las de su género diste mucho de ser la peor? 3b. Ahora bien, el fallo estructural en la conducta per- sonal del teólogo, el fallo que le impulsa a dudar, puede ser precisamente el opuesto. En la relación del hombre con la obra y la palabra de Dios, puede existir no sólo una insana desnutrición, sino también una sobrealimentación igualmen- te insana. Una persona puede proceder quizás de una familia y de un ambiente en los cuales la teología no era sólo el alfa y la ómega (como debe ser), sino también la sustitución (que no debería ser) de todas las demás letras del alfabeto. Ahora bien, esa persona, como un novato, se ha dedicado a la teo- logía con la incomparable exclusividad de un primer amor; y ahora vive no sólo como un teólogo en todas las cosas, si- no que vive enteramente como un teólogo exclusivo, que eli- mina todas las demás cosas. No tiene en el fondo ningún in- terés por los periódicos, la literatura, el arte, la historia, el deporte. Y de esta manera revela que no tiene interés por nin- guna persona. Únicamente le interesa su labor teológica y los temas de su teología. ¿Quién no conoce esa situación? No sólo hay estudiantes y profesores de teología que van más allá de su profesión, sino que hay también párrocos que viven toda su vida cerrados herméticamente dentro de sus respectivas comunidades. Se asocian sólo con otras personas de una manera que no tiene nada que ver con la teología. ¡Cuestión peligrosa! El libro del Eclesiastés no dice en vano: «No seas justo en exceso, ni te hagas demasiado sabio. ¿Por qué tienes que destruirte?» (Ecl 7, 16). De esta manera, una persona puede destruirse a sí misma como teólogo. La razón de esto no es sólo la gran probabilidad de que tal persona fa- lle en la realización de su experimento y sucumba entonces de nuevo, sin darse cuenta y sin admitirlo, y lo haga quizás del todo, cayendo bajo el síndrome de los dos reinos y de todos sus corolarios. La razón principal es que, como cual- quier tipo de hipertrofia, el énfasis excesivo en la teología conduce demasiado fácilmente, como resulta sencillo demos- trar, a la saciedad, en este caso a lo que en la antigua j erga mo- nástica se denominaba el pecado mortal del taedium spiri- tuale, del «aburrimiento espiritual», desde el cual sólo hay 156 El riesgo de la teología La duda 157 que dar un pequeño paso para llegar al escepticismo. La labor teológica concentrada es una buena cosa, o incluso la mejor cosa, pero la existencia exclusivamente teológica no es una buena cosa. Tal existencia, en la que un hombre desempeña de hecho el papel fatal de ser un dios que se despreocupa de su creación, conducirá inevitablemente, más tarde o más tempra- no, a la duda y, por cierto, a la duda radical. Así pues, para terminar, nos bastará mencionar sobre es- te tema tres aforismos provisionales acerca de la duda: 1. Ningún teólogo, ya sea joven o viejo, creyente o me- nos creyente, probado o todavía no probado, debe dudar en modo alguno de que él, por una u otra razón, de una manera o de otra, es también una persona que duda. Para ser exactos, diremos que él es una persona que duda según la especie an- tinatural, y que él no debe dudar de que ha logrado acabar, ni mucho menos, con su duda. Por otra parte, el teólogo podría dudar -aunque tal cosa no sería ciertamente «buena»- de que también él sea un pobre pecador, que en el mejor de los casos ha sido salvado como un tronco de leña que se ha li- brado de ser quemado. 2. Él no debe negar tampoco que su duda, en esta segun- da forma, es absolutamente una mala compañera que tiene su origen no en la creación buena de Dios, sino en el nihil -en el poder de destrucción de su origen-, allá donde no só- lo los zorros y las liebres, sino también los más diversos de- monios se dicen unos a otros: «¡Buenas noches!». Hay segu- ramente una justificación para aquel que duda. Pero no hay justificación para la duda misma (me encantaría, por cierto, que alguien le dijera esto en privado a Paul Tillich). Por eso, nadie debe considerarse a sí mismo, a causa de su duda, co- mo especialmente sincero, profundo, delicado y elegante. Na- die debe flirtear con su incredulidad o con su duda. El teólo- go debe tan sólo avergonzarse sinceramente de ella. 3. Pero ante su duda, aunque sea la duda más radical, el teólogo no debe desesperar. La duda tiene, ciertamente, su tiempo y lugar. En el periodo presente, nadie podrá escapar de ella, ni siquiera el teólogo. Pero el teólogo no debe deses- perar, porque esta época tiene un límite, más allá del cual él puede alcanzar incesantemente un vislumbre, cuando ore a Dios pidiendo: «¡Venga tu Reino!». Incluso dentro de esos lí- mites, aunque no sea capaz de eliminar su duda, él podrá sin embargo ofrecerle resistencia; como aquella mujer hugonote que ralló en el cristal de su ventana la palabra: Résistez! ¡SU- fre y aguanta! Esto es lo que teníamos que decir sobre el riesgo que la duda supone para la teología. 12 LA TENTACIÓN La soledad y la duda no constituyen la peor ni la más im- portante amenaza para la teología. Esta puede verse cuestio- nada también por el objeto mismo del que ella vive, al que es- tá dedicada, en el cual se funda su justificación y por cuya adecuada comprensión eJJa trabaja. La teoJogia puede verse amenazada también por Dios. ¿Podrá serlo? En realidad, la teología llega a estar amenazada y se halla amenazada por Él. La teología se encuentra atacada no sólo desde fuera (la sole- dad) y no sólo desde dentro (la duda), sino también desde 10 alto. Realiza su labor en condiciones de tentación, es decir, de prueba en la que el fuego de la justa cólera divina consume todo cuanto está hecho de madera, heno y paja (1 Cor 3, 12). Vamos a examinar ahora el dificil concepto de la tenta- ción. No quepa duda de que todo 10 que hemos referido acer- ca de los peligros con que se enfrenta la teología, no era sino juego de niños en comparación de aquello sobre 10 que aho- ra vamos a tratar. Al principio podrá causar extrañeza que el comportamien- to de muchos teólogos apenas delate la conciencia de este so- metimiento de la teología a una prueba procedente de Dios. Desde luego, veremos a menudo cómo la teología se ocupa muy celosamente de tratar de eludir por todos los medios su soledad y de preservarse de la duda que puede minar su terre- no. Sin embargo, da la impresión de que la teología sufre muy poco por el temor ante un ataque violento por parte de Dios. 164 El riesgo de la teología La tentación 165 gación golpean, castigan y destruyen los fundamentos mismos de lo que demuestra ser continuamente pecador, imperfecto, corrompido y sujeto al poder de la nada -incluso en las mejo- res obras del hombre y en la mejor teología del hombre-. Toda la labor teológica no podrá llegar a ser ni seguir sien- do correcta y útil ante Dios y ante los hombres, sino cuando de manera repetida quede expuesta a este fuego purificador y tenga que pasar por él. Lo que hace que la labor teológica sea agradable a Dios y beneficiosa para el mundo es lo que queda del oro, de la plata y de las piedras preciosas, como se dice en 1 Cor 3, 12. El paso de la teología a través de este fuego es su tentación. En comparación con ello, aun la soledad más des- consolada de la teología o su duda más radical son un juego de niños, porque ¿qué quedará de la teología después de pasar por ese fuego? El teólogo sólo puede tener a Dios a su favor, cuando de continuo justamente lo tiene en su contra. Y tan só- lo cuando él se reconcilie a sí mismo con esta idea, podrá de- sear también, por su parte, serpara Dios, ser en favor de Dios. l. En primer lugar, toda la teología aparece como repren- sible y, por tanto, como sujeta a la tentación por parte de Dios, porque, aunque no pierda nunca de vista el primer man- damiento, dificilmente será capaz de evitar importantes tras- gresiones del segundo y del tercero de los mandamientos acerca de la adoración de imágenes y de tomar el nombre de Dios en vano. «En el mucho hablar no falta el pecado» (Prov 10, 19). ¿Dónde y cuándo la teología no se manchó alguna vez con la enorme presunción de tratar su conceptos positi- vos y negativos, así como sus conceptos críticos, juntamen- te con sus formas y construcciones lingüísticas, como iden- tificaciones de la realidad, en lugar de considerarlos como parábolas? Teóricamente, la teología niega, desde luego, es- te intento, pero en la práctica lo lleva a efecto, a pesar de to- do. ¿Cuándo la teología no ha intentado atrapar al Lagos di- vino en sus analogías, sentando en realidad tales analogías sobre el trono de Dios, adorándolas y proclamándolas o reco- mendándolas y aclamándolas para que se les rinda pleitesía y sean proclamadas como dignas de ella? ¿Y dónde o cuándo la teología estuvo libre de la frivolidad de tratar sus indicaciones acerca de la obra y la palabra de Dios en una fluida corriente de pensamientos y palabras, como si se tratara de las bolas de la ruleta por las que se apuesta en la mesa de juego del diálo- go general, según el capricho o el deseo de cada uno, con la esperanza de conseguir grandes ganancias? ¿Cómo iba Dios a estar presente allí, o cómo iba a estar presente de otra ma- nera que no fuera con su silencio, aunque se dijeran cosas buenas de Él? Tales inversiones de trabajo sacan a la luz ne- cesariamente la desproporción que existe entre Dios y lo que el hombre, en confrontación con Él, cree que se puede per- mitir a sí mismo. Puesto que Dios no puede dar por buena esa desproporción, Él no puede estar a favor de los teólogos y sus teologías, ni puede estar con ellos, sino sólo contra ellos. 2. En segundo lugar, la obra de la teología aparece como sujeta a juicio, porque el desarrollo de todas las clases de va- nidad humana se corresponden casi necesariamente con su manera de proceder. En el punto mismo en el que cada uno debiera esforzarse sencillamente por hacerlo todo lo mejor posible, en el que cada uno no debiera mirar ni a la derecha ni a la izquierda, en el que incluso sus más refinados y mejores trabajos debieran conturbarle profundamente y hacer que se sintiera sinceramente humilde, en ese mismo punto surge la pregunta: «¿Quién es el más grande entre nosotros?». Y esta pregunta parece ser, al menos, tan interesante como la simple y modesta pregunta acerca del tema del que se está tratando. ¡Sí! ¿Quién es el más grande? ¿Quién atrae la mayor aten- ción? ¿Y quién logra que a su iglesia acuda el mayor número de personas? ¿Quién reúne el mayor número de niños para administrarles la confirmación? ¿ü quién logra que en la uni- versidad le escuche el mayor número de oyentes? ¡Son pre- 166 El riesgo de la teología La tentación 167 guntas que, de vez en cuando, pueden conducir incluso a pen- sar en la vanidad colectiva de todas las facultades de teología! ¿Quién consigue que sus publicaciones llamen más la aten- ción y lleguen incluso a leerse? ¿A quién le invitan más a pro- nunciar conferencias en su patria yen el extranjero? En una palabra, ¿quién realiza sus propias actividades con la mayor brillantez? Piénsese que la afirmación: «¡Miradlos cómo se aman!», si es que tal cosa pudiera decirse de algún grupo de personas, debería aplicarse principalmente a los teólogos. Pe- ro, en cambio, es casi proverbial el celo que ellos sienten por todo lo que tienen en sus corazones y en sus labios, y que los impulsa a hablar a los unos en contra de los otros, y por el- cual son tajantes en sus juicios mutuos, expresados con pro- funda desconfianza y con manifiesto aire de superioridad. Todo esto se hacía más bruscamente en otros tiempos. Hoy día se hace en general de manera más suave y cortés, pero con intención tanto más hiriente. Melanchthon, desde luego, no fue el único en pensar que, en la lista de las aclaraciones y mejoras que él esperaba que se hicieran, había que añadir expresamente la liberación de los efectos de la rabies theolo- gorum, de la furia de los teólogos. No cabe duda de que siem- pre habrá suficientes razones serias para esa rabies, y de que incluso el vivo deseo de realizar su oficio lo mejor posible y de ser el más grande podría tener algo en común, al menos remotamente, con el interés justificado porque en la Iglesia se imponga la verdad, un interés que se exige de manera emi- nente al teólogo. Pero ¿dónde y cuándo no se está traspasan- do continuamente la frontera entre este interés y la esfera del engreimiento y de la obstinación, que son escandalosamente humanos? ¿Y cómo Dios va a estar presente en esa esfera, si no es con su cólera y, a consecuencia de ella, con su silencio? ¿Qué otra cosa podría ser la teología de esos teólogos -cuan- do contienden en favor de ellos mismos y en contra los unos de los otros (prescindiendo de lo buenos que puedan ser en otros aspectos)- sino una teología que está siendo tentada por aquello mismo que constituye su objeto? 3. En tercer lugar, la teología es reprensible y abierta a la tentación porque, por su misma naturaleza, es una obra teóri- ca. En la teología, la persona se inclina, indudablemente, so- bre las Escrituras, para escuchar la voz de los grandes maes- tros de todos los siglos, y para dedicarse al verdadero Dios y al verdadero hombre con (como es de esperar) piedad muy se- ria y con la más plena aplicación de su propia inteligencia. Pe- ro, en esta labor, el hombre pierde de vista demasiado fácil- mente la relación concreta que existe entre el verdadero Dios y el verdadero hombre; y sin embargo, lejos de eso, la susti- tuye por sus propias reflexiones, meditaciones y peroraciones, que se basan en un pensamiento que no está controlado por Dios. La existencia teológica tiene siempre en sí algo de la vi- da monástica, incluida la serena intensidad de la vida religio- sa y su actitud libre de preocupaciones y confortablemente es- piritual. ¿No existe también una sorprendente disparidad entre lo que es importante en la teología, entre lo que se dis- cute y lo que -de manera más o menos triunfalista- se desta- ca, y los errores y confusiones, el océano de sufrimientos y de miseria que predominan en el resto del mundo y de la huma- nidad que rodean a la teología? ¿Qué sucedió en el pasado y qué está sucediendo en nuestro propio tiempo? Allí, en medio del mundo, existe aún el «pasado no controlado» hasta ahora de la locura de los dictadores, de las intrigas de sus camarillas y de los pueblos que les siguen; y existe también el pasado de la estupidez de sus adversarios y de sus sucesores. Allí están los asesinos y los asesinados de los campos de concentración. Allí están Hiroshima, Corea, Argelia y el Congo. Allí está la desnutrición de gran parte de la humanidad. Allí está la gue- rra fría y la siniestra amenaza de una guerra «caliente», que bien pudiera ser la última. Para decirlo con otras palabras: se fomenta obstinadamente el exterminio de la vida en nuestro 168 El riesgo de la teología La tentación 169 planeta. Ahora bien, aquí, en el ámbito de la teología, hay un poco de desmitologización en Marburgo y un poco de Dog- mática eclesial en Basilea. Aquí están el redescubrimiento del Jesús histórico y el glorioso descubrimiento nuevo de un «Dios sobre Dios». Aquí están los debates sobre el bautismo y la eucaristía, la ley y el Evangelio, el kérigma y el mito, el pasaje de Romanos 13 y la herencia de Dietrich Bonhoeffer. Aquí están las conversaciones ecuménicas. Nada de eso hay que subestimarlo, y menos aún desacreditarlo. Evidentemen- te, los sudores de muchas almas nobles no se han derramado en vano sobre todas estas nobles empresas. Pero Kyrie eleisonl, pues ¿en qué relación se halla cada una de estas cosas con todo lo que simultáneamente ha suce- dido y sucede allá? ¿No podría ser la teología una ocupación de lujo, y no podríamos hallarnos todos en el proceso de huir del Dios vivo? ¿No habría escogido un teólogo tan proble- mático como Albert Schweitzer la mejor parte (precisamen- te desde el punto de vista del objeto de la teología), y junta- mente con él los pioneros que intentaron acá y allá, sin ninguna reflexión teológica, curar a los heridos, dar de co- mer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos y crear hogares para los huérfanos? ¿No se distinguirá toda la teolo- gía por el hecho de que, a la sombra de la gran necesidad del mundo (y también de la Iglesia en el mundo), parece que dispone de mucho tiempo y que no se da ninguna prisa? Aunque no niega la segunda venida de Jesucristo, parece en- contrarse muy ocupada con otros asuntos y contemplar su propia redención en esa venida con un notable aire de des- preocupación. No saco conclusiones, tampoco aquella que me sugería un joven alemán (evidentemente, algo chiflado) que hace poco vino a visitarme y me propuso de manera amisto- sa que yo quemara todos mis libros -juntamente con los de Bultmann, Ernst Fuchs y otros más- porque carecían por completo de valor. Yo lo único que hago es formular pregun- tas. Pero son preguntas urgentes, que por el hecho mismo de surgir, y porque no es posible suprimirlas de un plumazo, re- presentan una forma de la cólera de Dios, en la que se ataca de raíz todo aquello que nosotros producimos como teología. 4. Ahora bien, en cuarto lugar, la teología aparece como reprensible y, por tanto, como impugnada por Dios en aque- llo mismo que son sus más genuinas realizaciones. ¿Cuántas veces la teología ha dirigido realmente a la Iglesia y la ha ayudado a prestar servicio en el mundo, como debiera ha- berlo hecho? ¿Cuántas veces no ha hecho todo lo contrario, ha desorientado a la Iglesia y le ha impedido que prestara su servicio? Y lo hizo no permaneciendo en la escuela de las Escrituras, sino deseando, en lugar de ello, bloquear también a otros el acceso a las Escrituras; o sin darse cuenta, aullaba con los lobos de la actualidad, o reaccionaba con testarudez y arbitrariamente contra el presente, echando fuera a uno de los lobos, para dejar entrada libre a los demás lobos. ¿No re- sulta descorazonador ver cómo los más grandes y famosos teólogos, como Atanasio, Agustín, Tomás de Aquino, Lutero, Zuinglio o Calvino, por no hablar de Kierkegaard o de Kohl- brügge! dejaron tras de sí huellas realmente catastróficas, a pesar de su positiva influencia y de sus logros? ¿Cuándo es- tuvo exenta la teología de enseñar cosas ajenas o incluso contrarias a las Escrituras, al mismo tiempo que trataba de explicarlas? Cuando la teología reconoce correctamente una cosa, se equivoca tanto más profundamente al exponer otra. En un cosa da testimonio de la verdad, mientras que en otro punto la niega con tanto mayor vigor. Aquí arroja un rayo de luz sobre la verdad, pero allá pone solemne y decididamen- te la verdad bajo el celemín. ¿En cuál de sus formas no ha- bría que exigir a la teología que se aplicara primeramente a sí misma aquel «¡ay de vosotros!», pronunciado por Jesús al dirigirse a los escribas, en vez de aplicar tales palabras, co- mo le gusta hacerlo tanto a la teología, a sus adversarios con- 174 El riesgo de la teología La esperanza 175 La labor de la teología se orienta en todos sus aspectos ha- cia la realidad de la obra de Dios y hacia la verdad de su Pa- labra. Esta verdad -radicalmente superior a la teología- se presupone de una forma radical. En cada tiempo y lugar, esta verdad es elfuturo de la teología. No se trata de algo que esté situado en sus manos o puesto a su cargo, no se trata de algo que esté a disposición de su pensamiento y de su lenguaje, al- go entregado a merced y dominio del teólogo. Sino que en ca- da momento y lugar la teología se ve impelida a fijar su mi- rada en esta verdad y a moverse hacia ella. La teología fue suscitada y encargada como una función al servicio de la co- munidad, y lo fue por la obra y la palabra de Dios, que actuó en su excelsa majestad. Pero fue suscitada y encargada como obra de hombres. Y como obra que es de hombres, se halla obvia y necesariamente cuestionada y en peligro. Los que es- tán implicados en esta obra, se encuentran a sí mismos en ra- dical soledad, atormentados por la duda y supremamente ten- tados, humillados, acusados y condenados Guntamente con su obra) por aquella majestuosa realidad y verdad sobre la que está fija la mirada de ellos. ¿Cómo podría ser de otra manera? La obra y las palabras humanas no pueden mantenerse en pie ante la obra y la palabra divinas. En relación con éstas, aque- lla obra y aquellas palabras solamente pueden caer y desha- cerse, solamente pueden convertirse en polvo y ceniza. El juicio que la teología experimenta es lo que hemos es- tado considerando en nuestras tres lecciones anteriores. Si la teología tuviera que recibir algún honor especial -un honor que sobrepasara al de otros actos humanos o al de la ciencia humana-, únicamente podría consistir en los peligrosos ata- ques que la amenazan de manera tan impresionante e innega- ble. Todo el que lo desee, podrá señalar con Su dedo esta en- fermedad que la teología padece. El teólogo es el último que pudiera negar o hacer caso omiso del hecho de que tal enfer- medad recae sobre él. Este es el pago que la teología tiene que efectuar por la extraordinaria ambición de su empresa al de- dicarse a este objeto, al plantear y responder a la cuestión acerca de la verdad con respecto a esta realidad y verdad. La teología, por todo ello, no tiene derecho a quejarse por- que tales amenazas caigan sobre ella. Pero ¿con qué derecho podría ella eludir jamás este riesgo? Las cosas no pueden ser de otra manera si la teología (como debe ser) se dedica a la superior obra y palabra de Dios. La teología está y sigue es- tando informada de todo lo que la amenaza. Debe conside- rarlo sin cesar. Y debe proclamar en el exterior el hecho bien definido de que toda carne es acusada, condenada y radical- mente atacada por tal encuentro. Toda carne queda abarcada aquí, tanto la moral como la inmoral, tanto la piadosa como la impía, todo el pensamiento, la voluntad y la acción, tanto los más excelentes como los menos excelentes. No hay obra ni palabra humana que pueda evitar convertirse en polvo y ceniza por el fuego que procede de esa fuente. ¿Cómo iba la teología a engañarse a sí misma y a pretender que su propia obra y palabra constituyeran una excepción? En la medida en que la teología se imaginara y pretendiera ser tal excepción, estaría dando de nuevo la espalda a la obra y a la palabra de Dios. La teología perdería lo que constituye su objeto y se convertiría en una sucesión vacía de pensamientos o en un juego de palabras. Y en esa misma medida la teología se ais- laría a sí misma, divorciándose de la comunidad y del mundo, en medio de los cuales ella debe realizar su servicio. La teología puede ser útil únicamente cuando no se retira del juicio divino que acompaña a la obra de todos los hom- bres, sino que, en lugar de ello, se expone y se somete sin re- servas a sí misma a ese juicio. Sólo si la teología no rechaza ni se resiste a dicha amenaza que le sale al encuentro, sino que en lugar de ello reconoce lo adecuada que es esa amena- za, reconciliándose con ella y sufriéndola y soportándola, en- tonces la teología podrá tener utilidad. Cuando la teología ha- 176 El riesgo de la teologia La esperanza 177 ce esto, muestra con su propia conducta la realidad y la ver- dad de su encuentro con la obra y la palabra de Dios, con el objeto que le proporciona su fundamento como ciencia. Y cuando la teología hace esto, confirma que posee un lugar le- gítimo en medio de la comunidad y de la humanidad que la rodea y que les presta un servicio. Si la teología confiesa su propia solidaridad con toda carne y con el mundo entero, que se hallan bajo el juicio de Dios, entonces recibe esperanza en la gracia de Dios, la cual es el misterio de este juicio. Esta es- peranza es, entonces, una realidad presente, en la cual la teo- logía puede participar también y realizar su propia labor. No es suficiente observar que no hay razón para quejarse de que la teología tenga que sufrir al igual que se hallan ex- puestos al sufrimiento todos los pensamientos, intenciones y realizaciones de todos los hombres en otros ámbitos. Es pre- ciso afirmar, por el contrario, que la teología ha de sufrir aún más que todos ellos. La oposición dolorosa de Dios a la obra de los hombres, una oposición que incluye no sólo su cle- mente estímulo y la esperanza que Él concede a los hombres y a todo el mundo, tiene que aparecer necesariamente de ma- nera más clara y tajante (por no decir de manera más espec- tacular) en la relación con el teólogo que en la relación con otros hombres. Dios se opone más claramente al teólogo, que ex proftsso se ocupa de la comunión entre Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, de lo que se opone a la obra del mé- dico, del ingeniero o del artista, del agricultor, del artesano o del trabajador, del comerciante o del oficinista. ¡Cuánto de la enorme ruptura que atraviesa toda la existencia humana pue- de quedar relativa y provisionalmente oculta en estas profe- siones, dada la objetiva cualidad, audacia y tangible éxito de las intenciones y logros humanos! Resulta muy normal que lo que el teólogo emprende y realiza no pueda quedar oculto de esa manera. Si no sucediera así, entonces él o su ambiente es- tarían engañándose a sí mismos. Con cada paso que el teólo- go se atreve a dar, él tiene ocasión de comprender de nuevo y de manera nada ambigua el carácter fragmentario de sus pre- guntas y respuestas, de su investigación y lenguaje, de sus descubrimientos y formulaciones. No hay ningún pensamien- to que él piense y no hay frase que él pronuncie que no le es- té recordando -a él y a otros- que Dios indudablemente es bueno, pero que el hombre, incluso en sus mejores esfuerzos y acciones, no es bueno en absoluto. ¿Qué exégesis, sermón o tratado teológico será digno de ser llamado «bueno»? ¿Y no es, evidentemente, un completo absurdo el hablar de «famo- sos» teólogos o incluso de «geniales» teológos, yeso sin ha- blar de que una persona se considere a sí misma como tal? Paul Gerhardt tiene razón: «El Señor es el único rey; yo no soy más que una flor marchita». ¿Quién otro tendría tanta y tan directa ocasión y razón como el teólogo para aplicarse a sí mismo y a su propia producción este verso del himno? ¡Se trata de una curiosa ventaja que parece situar al teólogo por encima de otras personas! ¡Que el teólogo no se avergüence jamás de ella! Porque, de lo contrario, podría avergonzarse del Evangelio que se le ha confiado de manera tan especial. Se avergonzaría entonces del objeto especial de su ciencia y tam- bién del servicio especial que se le ha asignado, y finalmente de la esperanza especial con la que se le permite llevar a cabo su servICIO. El misterio de la especial amenaza que se cierne sobre la teología es precisamente su especial esperanza. Precisamen- te a causa de esta esperanza el teólogo tiene que sufrir de so- ledad, duda y tentación, y de manera más notable que otras personas. Por el hecho mismo de que él capta este esperanza, no en cualquier parte a su alrededor, sino en el centro mismo de su especial exposición al peligro, él puede, debe y es capaz de sufrir y aguantar el riesgo que afronta. Con Abrahán (Rom 4, 18), él cree en esperanza contra toda esperanza (contra speem in spem). ¿No sabe él, no ha oído, no es su tema más 178 El riesgo de la teología La esperanza 179 personal que Dios en su Hijo vino al mundo para sanar a los que están enfermos y para buscar y salvar a los que están per- didos? ¿No sabe que si su causa se pareciera a él, o incluso él se pareciera a sí mismo (en cuanto está dedicado a esa causa), estaría especialísimamente enfermo y perdido? ¿Por qué no iba a sacar de ahí la conclusión, si él acepta su causa y sufre y aguanta lo que hay que sufrir y aguantar a causa de ella, que a él le es dado ser un hombre que es buscado, sanado y salva- do por Dios de una manera especialísima? En este punto podemos y debemos dar un paso adelante y tratar de entender más en concreto la relación entre el peli- . gro radical en que se halla la teología y la esperanza que ella alberga. En el juicio de Dios, toda la existencia humana, al igual que toda la existencia teológica, no tiene ningún derecho, nin- gún motivo de gloria, ninguna consistencia. Solamente podrá convertirse en polvo y cenizas ante Dios. Sin embargo, el pro- pio Dios es la esperanza de su obra y su palabra; no en vano, la cólera de Dios pone de manifiesto el fuego de su amor, y además su gracia, que se encuentra oculta, actúa como con- trarium a su juicio divino, efectuando su revelación en este juicio y desplegándola sobre toda la existencia teológica y so- bre toda la existencia humana. Este mismo Dios es la prome- sa y el estímulo con arreglo a los cuales la teología puede y debe arriesgarse en su situación de peligro. Dios es esta espe- ranza justo en el punto en el que las obras y las palabras hu- manas son simplemente demostraciones de su precariedad e impotencia. Dios puede, es capaz y tiene que ser la esperan- za del hombre, y de manera destacada en esa situación sin esperanza, contra spem in spem. Ésta es la mismísima situa- ción en la cual, por mandamiento divino, uno ha de arrojar su propia red. Si se 10 entiende en este sentido, el riesgo ra- dical en que a causa de Dios se encuentra toda la existencia humana, y especialmente toda la existencia teológica, es tan sólo un peligro relativo y no un peligro absoluto. Un peligro, pues, que se puede sufrir y aguantar. El Dios de quien hablamos no es un dios imaginado o forjado por los hombres. La gracia de los dioses imaginados o forjados por los hombres suele ser una gracia condicional, una gracia que los hombres han de merecer y ganarse por medio de obras supuestamente buenas; no es la gracia que se da a sí misma de manera gratuita. En vez de quedar oculta bajo la forma de una contradicción, sub contrario, y dirigi- da hacia el hombre al ponerle en un riesgo radical y some- terle a un juicio, la gracia imaginada por el hombre suele es- tar directamente ofrecida y ser directamente accesible a él, pudiendo, en cierto sentido, ser acogida de manera más bien utilitarista, barata y fácil. La teología evangélica, por otro la- do, ha de ser cultivada en esperanza; y ello aunque, por ser una obra humana, esté cuestionada radicalmente por Dios y sea encontrada culpable en el juicio de Dios según su vere- dicto; por otra parte, aunque se colapse con frecuencia antes de alcanzar su meta, pone su confianza en Dios, el cual bus- ca, sana y salva al hombre y a su obra. Este Dios es la espe- ranza de la teología. Lo que acabamos de decir acerca de la teología evangéli- ca puede decirse acerca de cualquiera de las teologías dedica- das a los dioses forjados por el ser humano. Desde el princi- pio hasta el fin, hemos hablado aquí del Dios del Evangelio. Él es el objeto de la teología, la cual se halla amenazada de muchas maneras. Él, siendo el objeto de la teología, consti- tuye también una amenaza para ella. Pero Dios, al hacer es- to, es también la esperanza de la teología. Dios la avergüen- za, haciéndola llegar incluso hasta los límites extremos de la vergüenza. Pero Él es su esperanza, y no defraudará la espe- ranza que se deposite en Él. Dios mismo protegerá a la teo- logía, más que a cualquier otra obra humana, de caer en total desgracia. 14 LA ORACIÓN La labor teológica es el tema general de esta cuarta y úl- tima serie de lecciones. En la primera serie estudiábamos el lugar especial asignado a la teología por su objeto; en la se- gunda analizábamos el modo de existencia del teólogo; y en la tercera reflexionábamos sobre el riesgo al que se hallan expuestos la teología y el teólogo. En las cuatro últimas lec- ciones, nuestra atención se centrará en lo que hay que hacer, realizar y llevar a cabo en la teología. Desde el comienzo mismo, dos cosas serán evidentes des- pués de todo lo que ha precedido a esta lección. 1) En primer lugar, la labor teológica podrá emprenderse y realizarse úni- camente en medio de una gran tribulación que la acosa por to- das partes. Pero, aunque esta tribulación puede sobrevenirle a la teología desde dentro y desde fuera, estará causada prin- cipalmente por el objeto mismo de la teología. Sin juicio y muerte no hay gracia, y no hay vida para nadie ni para nada, y menos aún para la teología. Por esta razón, en la teología no hay valentía si no va acompañada por la humildad; no hay exaltación si no va acompañada por la humillación; no hay ac- tos valerosos si no van acompañados por el conocimiento de que con nuestro poder no somos capaces de hacer absoluta- mente nada. 2) Pero, en segundo lugar, la labor teológica de- be ser iniciada y llevada a cabo con intrepidez, porque en ella se halla presente, oculta en la gran tribulación, en la cual pue- de únicamente darse, una esperanza y un impulso aún mayo- 186 La labor teológica La oración 187 res. Precisamente en el juicio se despliega la gracia. Precisa- mente en la muerte se suscita y se mantiene la vida. Preci- samente en la humildad se puede alcanzar la valentía. Precisa- mente el conocimiento de que con nuestro propio poder no somos capaces de realizar nada, nos permite y nos exige una acción valerosa. Dondequiera que la teología llega a ser y permanece fiel a su objeto, habrá que tomar igualmente en se- rio la gracia de Dios y el juicio de Dios, y por consiguiente. la muerte del pecador y su salvación. A pesar de toda la soledad y de toda la duda, la teología será únicamente fiel a su objeto cuando permita ser tentada por él. Aunque la labor teológica se halla en un gran peligro, que surge del juicio y del pecado, sin embargo debe ser emprendida con una esperanza, aún ma- yor, por arraigarse en la gracia y en la salvación. A pesar de que en adelante seguiremos sin perder de vista lo primero, lo que en estas últimas lecciones nos interesa es sin embargo el segundo miembro de estas parejas de contrastes. El primero y fundamental acto de la labor teológica es la oración. Por tanto, la oración será la nota clave de todo lo que vamos a estudiar a continuación. No cabe duda de que, en ín- tima conexión con ella, la labor teológica es también, desde su mismo comienzo, estudio; además, en todos los aspectos es a su vez servicio; por último, sería una acción vana si no fuera también un acto de amor. Pero la labor teológica no co- mienza simplemente con la oración, y no va acompañada só- lo de ella. En su totalidad, resulta peculiar y característico de la teología el que solamente pueda realizarse en el acto de la oración. Teniendo en cuenta el peligro al que la teología está expuesta, y la esperanza que se encierra en su labor, es natu- ral que sin oración no pueda haber labor teológica. Debemos tener siempre presente el hecho de que la oración en cuanto tal ya es labor. No en vano, se trata de una labor muy dura, aunque en su realización las manos no se muevan activamen- te, sino que permanezcan juntas. En lo que concierne a la teo- logía, la máxima Ora et labora! Resulta válida para todas las circunstancias: ¡Ora y trabaja! Y la esencia de esta máxima no es simplemente que ese orare, aunque deba ser el comien- zo, sea tan sólo algo incidental en relación con lo que viene después: el laborare. No, sino que la máxima significa que el laborare mismo, y como tal, es esencialmente un orare. La obra ha de ser aquella clase de acto que tenga la manera de ser y el significado de una oración en todas sus dimensiones, realidades y movimientos. Algunas de las dimensiones más significativas de la uni- dad entre la oración y la labor teológica son las siguientes: 1. La labor teológica correcta y útil está caracterizada por darse en un ámbito que no sólo tiene ventanas abiertas (lo cual es, desde luego, bueno y necesario) hacia la vida que la envuelve por parte de la Iglesia y del mundo, sino que tam- bién y sobre todo tiene una luz superior. Esto quiere decir que la labor teológica no sólo está abierta por el cielo y por la obra y la palabra de Dios, sino que además está abierta ha- cia el ciélo y hacia la obra y la palabra de Dios. No es obvio sin más que dicha labor se realice en ese espacio abierto, abierto hacia el objeto de la teología, hacia su fuente y su meta, y que de este modo esté abierta hacia su gran amenaza y hacia la esperanza -aún mayor- que se fundamenta en su objeto. Si la labor teológica intentara esconderse a sí misma del peligro y de la esperanza, se encontraría pronto encerra- da en un espacio enclaustrado, tapiado, sofocante y, por tan- to, oscuro. En sí mismo, el ámbito de la teología no es más amplio ni mejor que el ámbito de las preguntas y respuestas humanas, de las investigaciones, del pensamiento y del len- guaje humanos. ¿Y qué teólogo no se sorprendería constan- temente al ver que en todos sus esfuerzos, quizás en sus más serios esfuerzos, se ve presionado hacia ideas y enunciados relativamente verdaderos e importantes; pero, a la vez, ver que se está moviendo dentro de un círculo humano, dema- 188 La labor teológica La oración 189 siado humano, como se mueve un ratón dentro de una tram- pa? Quizás esté escuchando cada vez más atentamente el tes- timonio de la Biblia; quizás esté entendiendo cada vez más lúcidamente las confesiones de fe, las voces de los Padres de la Iglesia y las de los contemporáneos, combinándolas en to- do momento con la necesaria apertura hacia el mundo. Puede que al detenerse de vez en cuando en determinadas ocasio- nes, llegue incluso a encontrar problemas que son ciertamen- te interesantes, o adquiera ideas que piense que son provoca- doras o incluso excitantes. El único inconveniente se produce cuando el tema en sí mismo (y como resultado, cada punto particular de ese tema) no comienza a arrojar luz o a adquirir contornos y rasgos constantes. En tal caso, de nada sirve que el teólogo se dedique por entero a su causa o que las ventanas estén abiertas de par en par. A pesar de ello, el tema se nega- rá a desplegar su unidad, necesidad, utilidad y belleza. Entonces, ¿qué es 10 que sucede? Simplemente que el teó- logo, aunque trabaje celosamente en su obra, y por amplia y extensa que ésta sea, él se halla básicamente solo en su que- hacer teológico. Su trabajo se realiza en un ámbito que, por desgracia, se halla cerrado precisamente por arriba. No reci- be ni contempla la luz que viene de 10 alto. No dispone de la luz del cielo. Entonces, ¿qué es posible hacer para poner re- medio a esta circunstancia? En primer lugar, resulta evidente que debe tomarse una medida especial. Hay que interrumpir el movimiento circu- lar. Hay que insertar y celebrar un día sabático. La finalidad perseguida por el sábado nada tiene que ver con eliminar días de trabajo o desviarlos de sus tareas correspondientes, sino la de obtener precisamente para ellos la luz procedente de 10 alto, aquella luz de la que ellos carecen. ¿Cómo será posible tal cosa? Será posible siempre y cuando el teólogo se aparte por un momento de sus esfuerzos en pro de la realización del intellectus fidei. Justo en ese momento él podrá y deberá vol- verse exclusivamente hacia lo que es el objeto de la teología, es decir, hacia Dios mismo. ¿Y qué otra cosa es ese volverse hacia Dios sino volverse hacia la oración? Porque en la ora- ción el hombre se aparta temporalmente de sus propios es- fuerzos. Este volverse es necesario, precisamente a causa de la duración y la continuidad de su propia obra. Cada oración se inicia cuando una persona se pone a sí misma (juntamente con su mejor y más lograda obra) fuera del escenario. Se de- ja atrás a sí misma y deja atrás su quehacer para recogerse y darse cuenta de que se halla en presencia de Dios. ¿Cómo es posible que la persona crea alguna vez que es innecesario es- te recogerse constantemente? La persona se halla ante Dios, el cual es, en su obra y en su palabra, el Señor del hombre, su Juez y Salvador. Reconoce también que este Dios se halla de- lante de él, o más bien se acerca a él mediante su obra y su palabra divinas. Se trata del Dios poderoso, santo y miseri- cordioso, que es la gran amenaza y la esperanza aún mayor de la obra del hombre. La oración comienza con el movimiento en el que un hombre desea e intenta adquirir una nueva claridad en tomo al hecho de que «Dios es el único que gobierna». Un hombre ora no para sacrificar su propia obra o para descuidarla, sino para que esa obra no siga siendo o no llegue a ser una obra in- fructuosa, de tal manera que él pueda realizarla bajo la ilumi- nación y, por consiguiente, bajo el gobierno y la bendición de Dios. Lo mismo que cualquier otra obra, la obra teológica de- be incentivarse e iniciarse con este movimiento consciente de la oración. Aquel que desee hacerlo de manera responsable y esperanzadora, debe saber claramente Quién es el único que es no sólo la amenaza sino también la esperanza de la teolo- gía. Específicamente, la cuestión y la investigación sobre Dios exigirá y constituirá siempre una actividad especial. Otras ac- tividades deben quedar pospuestas durante algún tiempo ante esta sola actividad (de la misma manera que las actividades
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